Ya
está Fidel, el nuestro y del mundo, en el altar sagrado del cementerio Santa Ifigenia. Y allí, la gloria histórica en reposo, que es lo mismo que decir en
pie de lucha, lo recibe.
Como
madre protectora, Mariana Grajales quiso tocarlo antes que nadie. A él no
tendrá que mandarlo a empinarse, ese hijo que hoy, 4 de diciembre, llega a su
regazo empinó a un país, una tradición de lucha, una filosofía de vida, un
canto sentido a lo más noble del ser humano.
Encabezan
la guardia de honor los generales libertadores Guillermón Moncada, José Maceo y
Flor Crombet, les siguen en una enorme fila, solemne y de rostro iluminado,
sus compañeros del Moncada, del Granma, de la lucha clandestina, del Ejército
Rebelde, del internacionalismo.
Todos
visten de verdeolivo, en señal de que irán a su lado, sin importar el cruce de
épocas o si lucharon con un machete o un fusil, sobre un caballo o desandando la Sierra Maestra.
Camina,
camina lentamente, mira a su alrededor, siente el Sol; a los que lloran les
pide sosiego, tranquilidad. La mayor prueba de que vive es estar precisamente
allí, donde tantos hombres y mujeres que admiró combaten, alertan, no dejan
morir el espíritu de lucha de este país, y actúan como lo que son, el más leal
y valiente escuadrón de refuerzo.