Los
demás prefirieron otro paciente, buscaban salir bien en la evaluación, no
querían a nadie demasiado complicado. Ella, claro, igual que sus compañeros deseaba
los cinco puntos, pero también le interesaba algo superior. Por eso escogió a
la viejita que tantos le pasaron por al lado sin darle un segundo de mirada.
La
saludó, empezó con las preguntas clínicas, tuvo paciencia, pensó, al cabo de varios
minutos supo la enfermedad, y la nota cedió al talento y la misericordia. No
todos sus colegas corrieron igual suerte.
Un
día llegó a casa triste, indignada, cómo aquellos padres dejaron que tal cosa sucediera.
Había atendido a una pequeña con bacteria en la piel, el mal estaba tan avanzado
que trozos de la epidermis se les quedaban en las manos a los médicos. Fue
terrible. Los niños -dice- no deberían pasar por eso.
Primer
año la recibió todavía oliendo a adolescente; sexto la despidió con la
fragancia del crecimiento interior. Ahora es adulta. Se graduó el viernes pasado, y posee un título que la llama Doctora en Medicina, y otros papeles que
la acreditan como una de las graduadas integrales y la mejor en investigación,
además del Premio al Mérito Científico.
Sin
embargo, pliegos académicos al fin, solo dados a notas de clases y rotaciones,
no expresan su más grande valor: la humanidad, que debiera ser materia obligada
para los galenos.
La
doctora Lianet, ya la podemos nombrar así, aunque apenas empieza a acostumbrarse
al apelativo, se tomará julio y parte de agosto de asueto. Lo necesita, lo
merece. Septiembre la devolverá a las salas para continuar con la residencia en
Pediatría. Aunque quizás un poco antes retome los estudios, pues en el barrio
tiene decenas de pacientes que no miden ni un metro, y ha “firmado contrato”
con otros que están por nacer y algunos que ni siquiera se han formado.
La
eligen como la médica de cabecera porque saben de su preparación, su avidez por
el conocimiento, su constancia, su temor de no siempre poseer la respuesta correcta.
Confían en que dará lo máximo de sí, y nunca se le borre la amabilidad que premia
su figura.
Por
ella hemos sabido que no es la única en los recién egresados con tales virtudes.
Eso alienta, realmente alienta cuando una ve tantos hombres y mujeres de batas
blancas fríos e indiferentes, quienes olvidan lo mucho que consuela la mano en el hombro, una frase
cariñosa, la confianza de que “estamos haciendo todo lo posible”.
La
vida, lo más preciado. Lianet lo entendió y a ella quiso dedicarse, con imbatibles
aliados a su lado: mami Mariela, papá Ramón, “manito” Mario Sergio, y Dios, seguro,
siente que sin él no lo hubiera logrado.
Regocijémonos,
se graduó la doctora Lianet Zaragoza Ricardo, un ser bueno, de los que merecen
tener en sus manos el esteto y la oportunidad de salvar a otros.
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