La mujer iba como si con ella no fuera.
Parecía que andaba por el Prado habanero, exhibiendo su cartera. Pero no era un
objeto de pasarela lo que le acompañaba, sino el saco con los desperdicios del cerdo
que su familia comería el último día del 2016. Pretendía dejarlo en plena área
deportiva del seminternado Jesús Argüelles Hidalgo, ciudad de Las Tunas.
Arrastraba su carga pesada por toda la
calle, decorando el paso con un hilillo rojo, como vestigio del delito. Se notaba
cómoda en su misión, hasta saludó a un vecino.
La vi desde relativa corta distancia, y
cuando llegué al lugar del hecho, entendí que no resolvía nada con reclamarle a
la señora. Alrededor del suyo otros tantos bultos pestilentes descansaban, en
espera que la descomposición natural se llevara la fetidez que inundaba el
sitio. Aún queda algo de esos aires contaminados.
Vivo por aquellos alrededores desde
hace más de 25 años, y sé que la escena real aquí contada, repetida sin
misericordia, ha sido una cruz de la que no ha podido desprenderse tan
concurrido espacio.
Allí, niños y adolescentes hacen ejercicios
con sus profesores de Educación Física o de manera individual. Por las tardes resulta
común encontrar a padres con sus hijos, dispuestos a pasar un rato juntos en
alguna actividad.
Recuerdo de pequeña, cómo mis compañeros
de aula observaban con curiosidad a gatos, palomas, perros, chivos tirados en
la hierba, tras su último respiro, quizás chocados por un carro, envenenados
por sus dueños o muertos por la edad.
El paisaje era triste e insalubre. La maestra
hablaba de enfermedades y vectores. “Aléjense de ahí”, gritaba. Ese regaño aún
debe estar resonando, pues en el área es tan común encontrar a muchachos
jugando, que ver en una esquina de su extenso terreno cualquier difunto animal,
rodeado de moscas. Se ha vuelto “tradición”, cotidianidad, “asunto menor”,
problema ignorado.
Aunque no hay “plan” mensual, diciembre
trae la temporada alta. El ambiente de fiesta sobrepasa la música elevada, la
cara iluminada de las personas, la cerveza en la mano y el congrí, la yuca con
mojo y el cerdo asado sobre la mesa. Cuando las luces se apagan o en plena luz
del día, como la señora de mi historia, la explanada verde de la escuela recibe
“lo suyo”.
Lo curioso es que, con seguridad, más
de un descendiente de los que han tirado allí alguna inmundicia, estudiaron o
lo hacen en el centro escolar contiguo, por lo tanto han corrido por sus
recodos y estado a pocos metros del peligro.
Por la provincia pululan réplicas de la
situación descrita. Que lo diga el río Ahogapollos. Si no hay cerca un lugar adecuado
para votar los restos, donde se pueda abrir un hueco profundo y enterrarlos, -en
este sentido las autoridades competentes podrían realizar sugerencias a la población,
y no dejarlo como sobreentendido-, habrá que seguir buscando, porque la opción
no puede ser arriesgar la salud de los demás y la suya propia.
Pero claro, resulta la solución más
fácil, no importa, incluso, si la sede de tanta indolencia le queda justo
frente a la casa; no importa, incluso, si siendo usted culpable, alguien toca a
su puerta, pregunta por el mal olor que inunda el portal, y deba mentir
abiertamente: “Muchacha, eso fue que tiraron un perro muerto ahí en el área. ¡Tú
sabes cómo es la gente!”
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