Algunos
nos llamarán incivilizados, bárbaros, salvajes; otros más académicos podrán
nombrarnos zafios, aviesos y cerriles. Y para cada calificativo habrá razón.
Antes
de decir más prefiero hacer una “declaración de principio”: no sigo a Ángeles, considero que explotan demasiado su
imagen y hacen poco caso a la búsqueda
musical. Pero qué le va a importar eso al batallón adolescente (y no tan bisoño)
que como norma de la edad pondera la apariencia física y por eso, le regala
desmayos y gritos cual rutina de comportamiento.
Debemos
entender, ese público merece su espacio, al tiempo que como sociedad no cejemos
en el intento de ayudar mientras crece en su formación estética. Digo esto para
que nadie me crea fan, y no enturbie las razones del presente comentario.
Una
botella no, tres, marcaron la diferencia entre otra historia de idilio con sus
seguidores y una de terror. La primera paró el concierto cuando apenas estaba en
los inicios, la segunda le dejó como recuerdo tres puntos en la frente al
guitarrista y la tercera fue la apoteosis.
Después
ya nada tuvo remedio, decepciones de ambas partes (que llevaron a algunos a
reclamar violentamente su dinero) resultó el saldo de una noche que se anunciaba
intensa, y en verdad lo fue, pero en sentido contrario a como la imaginaron sus
actores.
Hablo
de la presentación el pasado sábado de Ángeles en el parque 26 de Julio (la Feria) en Las Tunas,
la cual cerraba su periplo por varios municipios, organizado por la empresa
comercializadora de la música y los espectáculos Barbarito Diez para el
disfrute de los más jóvenes, y que hasta su fecha en la ciudad capital había
transcurrido sin sobresaltos.
De
entre los asistentes lanzaron esos objetos y lógicamente hubo que cancelar el concierto.
Entonces de nada valieron los lloriqueos en casa para conseguir los 20.00 pesos
de la entrada, o las cuentas para ver si podía invitar a la noviecita o
sencillamente no quedarse en la cama mientras el aula completa se reuniría allá.
Aquello
terminó como la fiesta del Guatao, pero desgraciadamente el hecho representa
más que un suceso infortunado. Habla de actitudes imperdonables, de acciones
que bien pueden marcar precedentes y como mismo hoy muchos artistas se muestran
admirados del cariño, la sensibilidad, la agudeza y el gusto por lo hermoso de
los tuneros, bien puede empezar a contarse una historia en la que solo ganan
los malos.
Cuando
formamos parte de un auditorio, lo que hace uno es sinónimo de colectivo, sea
para bien o para mal. Ya no se dice una
gente, sino el público.
Otros
factores conjuraron con la desgracia, desde temprano hubo venta de bebidas dentro
de la instalación, a la hora de entrar nadie impidió el pase de frascos de
vidrio con ron y a juicio de varios encuestados dentro del área bailable bien
pudo haber más policías.
El
peor caldo de cultivo resultan los dos primeros elementos. Queremos instaurar
otra mentalidad, pero seguimos “obligando” a creer que sin bebidas no hay
diversión posible. Para otras edades hasta podemos discutirlo, pero recordemos
en este caso de quiénes mayoritariamente se trataba entre los alrededor de tres
mil participantes.
Por
suerte y para tranquilidad de su “gente linda” de Las Tunas, como ellos gustan
decir, los integrantes de Ángeles en varias llamadas a instituciones locales
han dejado claro que ellos no están bravos, y que en cualquier momento tendrán
otra cita aquí.
Para
entonces y para cada ocasión que cualquier grupo se presente en lugares cerrados (esta vez debió serlo porque por
contrato, del dinero recaudado dependía el pago del elenco) hay que ser más
estricto con las medidas de protección y castigar severamente la indisciplina. Igualmente, la Pista Joven de la Feria merece más
acondicionamiento para los bailables.
¿Será
ese el pueblo que somos? ¿Esa masa disforme y acéfala, fría e inconmovible? ¿Será
que no podemos ser una mejor versión? Me niego a creer que este es el final del
cuento. Quiero pensar que quien o quienes se pusieron de lanzacohetes, ya sea
un marido celoso, un loco o un borracho (las versiones crecen), cualquiera, ande
por ahí con la cabeza baja, en señal de haber hecho algo indigno.
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