El que quiera sentir cómo el
cine es capaz de estrujarte, avasallarte, dejarte exánime frente a la pantalla,
a solas con tu silencio, con el susto de imaginar cuán oscuros podemos ser los
humanos; el que quiera sentirlo, debe ver la película Canino (Grecia, 2009), o
Colmillo, nombre con el que América Latina la recibió, comandada por Giorgos
Lanthimos (Atenas, 1973).
Este drama con visos de
terror psicológico y unos 96 minutos de duración, desfiló por una larga lista
de certámenes cinematográficos, más de 40; y lo escogieron para competir por
Grecia en los 83 Premios Oscar (2010) en el apartado de mejor filme de idioma extranjero. Tampoco
le resultaron esquivos los lauros, uno de los más renombrados fue Una Cierta
Mirada (Un Certain Regard) en el Festival de Cine de Cannes, que se otorga en
la homónima sección del concurso a realizaciones "originales y
diferentes" que buscan el reconocimiento internacional.
Con carrera ascendente en la
dirección de teatro y televisión, y otros largometrajes a su haber, Lanthimos,
a veces comparado con Michael Haneke (Múnich, 1942) nos entrega una
inquietante, desbastadora e inmensa cinta que por poco común ya se gana nuestro
crédito, pero que no deja ahí su intento de colonizarnos, de perturbarnos.
La sinopsis anuncia problemas,
y en verdad los hay: Una familia (padre, madre y tres hijos) vive en las
afueras de la ciudad en su casa rodeada por un alto muro. Los vástagos, por
decisión de sus padres, nunca han salido de la casa ni tenido contacto con el
mundo exterior. Su educación, aficiones, juegos,… se ajustan al modelo impuesto
por los progenitores. La única persona con permiso para entrar en la vivienda y
romper su férreo aislamiento es Christina. El regalo que hace a una de las
hijas tendrá importantes consecuencias.
Desde su primer minuto de
proyección, Canino nos deja oler su conflicto, álgido y espeluznante. Lo
presumimos cuando vemos a tres jóvenes, un varón y dos hembras, absortos en la
escucha de una cinta con palabras a las que le han cambiado sus tradicionales
significados, y ellos, impávidos. Terminada la “clase”, la muchacha que parece
más bisoña propone jugar y el entretenimiento que diseña no puede ser más
parecido al terrorismo.
Según han publicado varios
sitios digitales, el argumento de la película se basa en la experiencia del
director con sus amigos, quienes se dedicaban a proteger a sus hijos, y si les
criticaban algo, aunque fuera mínimo, lo calificaban como un ataque hacia su
familia.
La trama no se permite
pausas, nos lleva de sobresalto en sobresalto. El guion, cuya autoría comparte
Lanthimos con otro creador, edifica una obra singular, con diálogos y silencios
reveladores que magnetizan al espectador sin remedio.
En este filme los padres
imponen su dictadura, y bajo ese gobierno, un mundo reinventado, surrealista,
con nuevas denotaciones y connotaciones, se vale cualquier recurso con tal de
que nada perturbe el plan de mantener alejados a sus hijos de la civilización,
aunque para eso deban recurrir a engañarlos y engañarse ellos mismos
alevosamente, incluso con la existencia del otro lado de la cerca de un hermano
disidente, que padece por la desobediencia de irse; convenciéndolos, incluso,
de la necesidad del incesto.
Les trastocan el significado
de los vocablos, y por eso la silla ahora se llama mar; la vagina, lámpara; el
zombi, pequeña flor amarilla y el
salero, teléfono. La violencia, la amenaza, lo absurdo imponen su estatus. Los
tres jóvenes, con su colosal inocencia, lo mismo a veces simulan niños buenos,
que desequilibrados espeluznantes, que parricidas temibles, todo sin saber las
dimensiones y consecuencias reales de sus actos más allá de los portones de
madera. Son el fruto de lo que les han dejado ser, bajo las leyes del
“adentro”, lejos del “afuera”.
Desde una pose contenida,
sugestiva, las actuaciones hacen magistralmente creíble el espanto que se
respira en el aire, interpretando a hombres y mujeres imantados por la sumisión. A partir de
miradas y gestos muy característicos construyen a personajes que como robots
responden a un régimen que en busca de obviar las impurezas del “afuera”,
construye las suyas propias.
El reparto, integrado por
Christos Stergioglou (padre), Michele Valley (madre), Aggeliki Papoulia (hija
mayor), Mary Tsoni (hija pequeña), Christos Passalis (hijo) y Anna Kalaitzidou
(Christina), da vida a seres sin nombres propios (con excepción de Christina)
que se deben conformar con ser llamados según su rol familiar. Bajo un mismo
dogma, tejen personalidades distintas, una más obediente, otras más práctica,
rebelde, tiránica o impasible.
De todo el elenco ya habían
trabajado con Lanthimos, Stergioglou y Kalaitzidou, el primero es un artista
griego de prestigio en su país, con una carrera amplia y no pocos premios.
SIGAMOS DESCUBRIENDO…
La banda sonora, bastante
frugal y escueta, como efectivo apoyo al orden dislocado y gris en pantalla,
juega con las grabaciones en casetes de las nuevas palabras y con el recurso de
presentar una escena con los sonidos ambientales y parlamentos de la que
vendrá, y hasta se permite regresar a la imagen de donde partió para
materializar ese recurso, gracias a un montaje que ayuda también a ambientar la
historia.
Abundan los planos
americanos, pero al revés, ya no de la cintura para arriba, sino de la cintura
para abajo. Son recurrentes las tomas largas y fijas, a veces con la mirada en
quien habla o escucha, a veces en alguna parte del cuerpo de cualquiera de los
dos. Es así como la fotografía se integra de manera notable a crear la rareza
del relato.
La dirección de arte
consigue recrear la austeridad visual que una película como esta necesitaba. En
un universo donde ni siquiera los pomos y los productos alimenticios tienen
etiqueta para evitar preguntas, priman los colores claros y los diseños
recatados.
EN EL DESENLACE
La hermana mayor a lo largo
de todo el filme es uno de los personajes más mencionados, quien por sus
solapadas rebeldías nos alerta que de ella dependerá el desenlace de esta
aventura. ¿Pero cómo sucede?
Christina trabaja de
custodio en la fábrica en que labora el padre de los jóvenes. Ella es la única
“de afuera” que entra a la casa para realizar favores sexuales al hijo. Queda
insatisfecha con la preferencia de este por el coito, busca entonces convencer
a la hija mayor de realizar sexo oral, y a cambio le entrega un objeto
cualquiera. Esta escena se repite, pero un día la muchacha no acepta su
recompensa y rastrea en el bolso de Christina para buscar algo mejor. Encuentra
dos películas y se queda con ellas. Justo en ese obsequio late el punto de giro
definitivo de la cinta.
La visión de ambas
producciones le causa mucho daño psicológico. Comienza a recitar y dramatizar
pasajes de los filmes, que terminaron siendo Rocky IV (Silvestre Stallone,
1985) y Jaws (Steven Spielberg, 1975), y en el festejo por el aniversario de
boda de sus padres demuestra mucha
agitación durante el baile de la coreografía de Flashdance (Adrian Lyne,
1983). Más tarde, en el baño, ella rompe su dentadura con una mancuerna para
zafarse un colmillo. Sonriente y llena de sangre, corre sin ser detectada por
el jardín, entra en el maletero del carro y lo cierra.
¿Por qué el afán de perder
un colmillo? Según las creencias de la dictadura familiar, solo cuando se
cayera el colmillo derecho o izquierdo es que se estaba listo para salir de
casa, afrontar los riesgos y peligros del “afuera”. Como al parecer la
naturaleza no quería ayudarla en sus afanes de libertad, ella hizo “justicia”
con su mano, para inspirar una de las escenas más impactantes de Canino.
Antes de que eso suceda, el
papá va a casa de Christina y esa visita trasciende no tanto por la
caricaturesca y fría violencia, sino por el desquite verbal que lanza a la
muchacha, en cuya expresión refleja los sustentos morales, si se quiere,
filosóficos, que lo llevaron a actuar así con la familia: “Espero que tus hijos
crezcan con los peores estímulos, que crezcan siendo malos”. Es la única frase
en toda la cinta que nos deja sospechar los porqués de su actitud. Intentaba,
según inferimos, proteger a los suyos de las influencias dañinas, sin embargo,
por caminos distintos, llega a la misma cima de maldad y putrefacción ética.
Con esa aspiración forma a
su descendencia bajo anómalas doctrinas, que incluye al sexo, cuyas escenas son
claro referente de cuán torcidas estaban las concepciones vigentes en la historia.
Entrena a los suyos para ladrar, lamer como perros, respetar al amo y no irse
de la casa.
Edifica una alegoría a la
educación familiar, social; cánones a los que nos ceñimos y estos terminan
aprisionándonos, convirtiéndonos en soldados de un orden impuesto. Como mismo
declara que la ignorancia trae desgracia.
Colmillo, considerada de
culto por muchos, se ha proyectado en buena parte del planeta y las críticas
elogiosas le pertenecen sin fórceps. Es, indudablemente, una obra cruel,
brutal, demasiado chocante, venenosa y retorcida. Algunos críticos con los que
coincido plantean que verla implica responsabilidades por parte del espectador.
Y así es, sobre todo la intención de descubrir las esencias que se deslizan
entre plano y plano.
Aunque nos destruya su final
desolador, valdrá la pena llegar a esta joya rara, no solo por el hecho de
acercarse a una cinematografía poco divulgada, sino porque segundos antes de
los créditos, sentiremos que también perdimos un colmillo, y luego, saldremos a
la calle mejor equipados para enfrentar la vida.
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