Por Carlos Esquivel
Guillermo Vidal me cuenta un sueño
terrible. Un atracador enmascarado le cierra el paso y lo conmina a elegir
entre la vida y la literatura. Un cuchillo comienza a hundirse en su cuello,
sangra, siente el dolor más allá de los términos que el sueño reproduce.
La literatura, me dice, escogí la
literatura, aunque al atracador de la pesadilla le responde algo distinto. El
miedo lo baña. Entiendo su metáfora como entiendo las metáforas que el sueño
atrae y reprime. Estar vivo y condenado a escribir por (para) tus semejantes.
Lo sabemos, o fingimos saber: se escribe porque se aprende a sufrir.
La publicación otra vez de Matarile, el
mejor texto de Vidal, concurre en homenaje infinito a una escritura que
descarna las esencias hacia ese viaje de fabulación interminable: la obra
completa del iluminado tunero. Más que novela, Matarile traza un mordaz juego
de complicidades, como si aconteciese el pleito en el que los contendientes
decidieran los golpes de sus contrarios.
Lenguaje fascinado por sombras
corrosivas, allí donde la corrosión despedaza y crea una forma ineludible de
arte nuevo. De lenguaje nuevo. Pocos libros en este país presumen de celebridad
tan inmediata. La sustancia básica pudiera ser la valentía del escritor (en
terrenos que trazan disímiles frentes de batalla), su estilo abrigado por los
contrastes entre una literatura gobernada por su trascendencia mística y las
jugarretas del referente oral. Distinguible su humor, creado desde la
subversión cínica, desde el desparpajo que reconoce la subliminalidad como
materia (cultural) ultra-peligrosa.
El escritor que escribe (y vive) al
margen del estatus opresivo resulta escritor muerto, o peor, falso. Ese grado
de inferioridad pertenece a una incomparable matriz shakesperiana. No siempre
vence el bueno. No siempre el bueno es el bueno. La literatura de Guillermo
Vidal está cubierta de perdedores. Asesinos, perversos, maníacos, locos,
pueblan sus delirantes secuencias. La derrota se convierte en alegoría maestra.
No son muchos los que crean un ideario
con tales matices. Entiende al mejor perdedor como el que ha perdido siempre, y
presume, por circunstancias de su posición, que la continuidad de derrotas no
desacierta su rumbo. Los símbolos de la victoria, para él, son los de una
emboscada impenetrable, más allá de su propio sentido de lugar. Desobediencia
de todos los límites, incluso esos de identidades pervertidas por los demonios
que las nombran.
Solo Vidal pudo convertir a una pequeña
ciudad en ciudad ilustre. Las Tunas reescrita (reinventada) por el impecable discurrir
de anonimatos eternos. Las Tunas, entre Macondo y París, entre Comala y Los
Ángeles, entre Yoknapatawpha y Buenos Aires. Entre la vida y la literatura,
Guillermo eligió un sueño raro aun para quienes conocimos el tamaño de su
invención primaria: hacernos creer que permanece muerto.
A mi juicio, este autor sobresale por
encima de todos los cuentistas nacidos en nuestro país en cualquier época, y
Matarile representa junto a Un nombre para el griego, de Jorge Luis Hernández,
Boarding Home, de Guillermo Rosales, El polvo y el oro, de Julio Travieso y
Tuyo es el reino, de Abilio Estévez, las mejores novelas cubanas de los últimos
40 años.
El 17 de febrero se presentó este
título en la Feria
Internacional del Libro de La Habana , publicado con
hermoso diseño por la editorial Sanlope. Cuando hace pocos días el
"Guille" cumplió 65 años. Alguien usó la frase "hubiese cumplido
65". Ingenuos los que suponen hecho de tan falaces dimensiones.
Probablemente él siga escribiendo esa
gran novela que siempre quiso hacer. Probablemente siga soñando con atracadores
que lo obligan a elecciones a punta de cuchillo, o invente o habite el cuerpo
del propio atracador. De cualquier forma, la escena repetirá el mismo acto de
sobrevivencia. Entre vida y literatura, Guillermo Vidal continuará decidiéndose
por la literatura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario