La
noticia de su muerte fue así como ese silbido del viento huracanado, que duele
escucharlo, conmociona. De la punta al cabo de la Isla y más allá, mucho más
allá, amigos y lectores lloraron su partida al cielo de los buenos, porque
claro, es allí donde debe estar.
El
15 de mayo del 2004 falleció a los 52 años Guillermo Vidal, al que numerosas voces
no temen en nombrar como el más egregio escritor tunero de todos los tiempos,
incluso por encima de Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, El Cucalambé, considerado
el mayor poeta bucólico del siglo XIX cubano, y quien puso el nombre de este
territorio en el mapa de las letras nacionales.
De
acuerdo o no con esa idea, nadie duda de sus aportes a la narrativa de los 80, al
tiempo que impulsó de manera espontánea en la provincia el movimiento
literario, siendo verdadero líder por los conocimientos y la calidad humana, además
del sentido del humor.
Todo
en él era mítico: su porte (desgarbado, barba espesa y espejuelos a lo John
Lennon), su mirada (vivaz sin remedio), su manera de decir (cercana a la
oralidad). Las Tunas fue ciudad y personaje, y justo aquí recibió, tristemente,
las más grandes incomprensiones, pero queremos pensar que también los mejores
abrazos.
El
interés por el lector encabezaba quizás la lista de sus obsesiones, que salía
en minutos cumbres y en otros tan simples como la dedicatoria de cualquier título.
Dejó esta nota en la
Biblioteca Provincial: “Yo me conformaría con que una vez
después que me haya muerto, venga un joven estudioso de la literatura, o
simplemente un joven, hasta un poco aguajirado y azorado, y se lea Matarile y otros libros que habré
escrito. Esa es la única recompensa. Lo demás es vanidad de vanidades”.
Brújula,
maestro, fuego, cobija, incentivo, palabra ardorosa, amigo, por esos rumbos
levantó su vida, siempre preocupado por el otro. Un héroe lo llaman algunos
escritores, igual le dicen padre, hermano, y le agradecen haber explorado tanto
la condición humana. Nada de poses altisonantes, prefirió la sencillez, la
ética. Benditos reinos.
Igual
les dejó un referente descomunal de laboriosidad. Según sus propias palabras
esta era su rutina: “Me levanto a las cuatro de la madrugada y oro a Dios para
que me permita escribir, leo algunos pasajes de la Biblia
y luego releo fragmentos de novelas que elijo por temporadas y que acaricio con
una envidia rosa, y cuando parezco un pitcher que ha calentado lo suficiente,
me siento ante el ordenador y escribo con gran rapidez y siento que me dictan,
siento el tono, veo lo que ocurre en la novela y me creo en esos momentos un
escritor de gran calibre, trabajo hasta media mañana si puedo y salgo feliz si
me ha ido bien y no reviso hasta después. Escribo todos los días excepto los
domingos, tengo una disciplina del carajo, como de obrero ejemplar”.
Su
viuda, Sorángel Uña, en un reciente homenaje compartió este recuerdo: “Fue un
gran bromista -afirmó con una sonrisa-, lo sabemos bien, pero nunca ofendió a
nadie. Muchos le pedían consejos sobre las cosas más diversas, y a veces se
preguntaba por qué lo escogían a él. Estuvo muy preocupado por los jóvenes y el
estado de la literatura local. Recuerdo verlo acostarse muy tarde corrigiendo el
trabajo de otro colega, eso lo hacía con una humildad increíble”.
Guillermo
Vidal sabe que no puede abandonarnos, no lo hagamos nosotros con él.
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