A Carlos, para que por lo menos tenga esta alegría
Estoy triste. Perdió Argentina. La victoria ha estado tan cerca, que en vez de consolar su “casi triunfo” ha hecho más
dolorosa la derrota. Por primera vez escribo algo de fútbol, y lamento que sea
para confirmar que el llamado deporte de las multitudes es uno bien injusto.
Uno que es capaz de ilusionarte, de hacerte
creer que es posible que tu equipo bese la gloria, y al segundo siguiente te
cambia la trama, y el soñado happy end se convierte en un culebrón trágico.
Así es el fútbol, no puede haber descuido,
oportunidades perdidas, árbitros miopes y entrenadores ineptos que hacen
cambios inapropiados, porque corres el riesgo de quedar llorando sobre la
grama; incluso, puedes no dejar pasar una e igual quedar llorando sobre la
grama.
A veces resulta fortuito, y en otras
exigente de talento, arena para gladiadores, templo de dioses o la mejor
reverencia a la suerte. A veces es toda una clase de teatro (porque
definitivamente, no hay quien me compruebe lo contrario, los futbolistas
aprenden actuación para hacerse los golpeados y ofendidos, o tirarse en la
“piscina”) o de finísima estrategia militar; en otras constituye una obra
maestra del trabajo en equipo o la de un líder cargando en andas a los suyos y
el peso de las ilusiones que refulgen desde las gradas.
Para un jugador, un partido, luego de años
de estar esperándolo, puede ser su consagración, su exilio, su olvido o el
viaje a una cama de hospital. Así de humano y de divino es el fútbol, que a
pesar, muy pesar, de la FIFA ,
el mercado y esa horrible frase: Vendieron a fulano para el club...,
(esclavitud disfrazada de negocio lícito), nos hipnotiza y sustrae, sin
importar los fracasos, porque siempre habrá alguna alegría que nos oxigene el
espíritu, la esperanza, y nos haga reconocer cuán hermoso es este deporte.
De todo eso tuvo Brasil 2014, competencia en
la que cada selección volvió a sentir la dicha de representar la camiseta de su
país, luego de pasarse mucho tiempo siendo piezas de cambio o cartas de
triunfos (de bolsillos mejor) de los clubes.
Al empezar cada encuentro pensaba en los
millones que en el mundo estaban a esa misma hora siguiéndolo, pidiéndole el
laurel a Dios o a cuanta divinidad existe. Lastimosamente son escasos los
momentos en qué podemos imaginarnos cercanos a tantos terrícolas a la misma
vez. Fue como una oportunidad para funcionar como planeta.
Viví este Mundial, lo disfruté y sufrí; me
cogí dando puñetazos en el balance, gritando gooooool como nunca, levantándome
del sillón y moviendo la pierna (la zurda claro) como si fuera yo la que llevara
la brazuca. Muy fuerte.
Me encantó el público (en especial el
argentino), su fidelidad, sus cantos, su amor sin límites, sus caras pintadas,
sus cómicas pelucas, su llanto. Al final, lo sé, todos sentimos lo mismo. No
importa el color de la bandera.
Mientras Alemania, que no robó nada a nada,
celebraba la Copa ,
quise reencarnar en unos vecinos míos, ellos al parecer viven en alguna estación
espacial y seguramente ni se han enterado que el Mundial empezó, mucho menos
que se acabó. Encantador privilegio ser a esa hora un Homo sapiens neutral y
agnóstico.
Quizás en ese momento terminé de entender que
un partido de fútbol no es solo un juego, la frase con la que osé calmar los
ánimos de los fanáticos que me acompañaban (los vi literalmente a escasos
segundos del infarto), mientras Argentina disputaba su pase a la final. Y a
ellos les pareció absoluto sacrilegio. Pobre de mí, qué ingenua.
Tendremos que esperar otros cuatro años.
Para entonces ya tendré hijos (bueno eso espero), me imagino diciendo gooooooooooool
(que sea de Argentina, que sea de Argentina) con uno de ellos en brazos.
Y otra
vez esa palabra me parecerá la más bonita del diccionario.
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