Dos veces en la misma semana,
imposible no escribir. Primero fue en el memorable concierto de Omara Portuondo en el Teatro Tunas. Mientras la Diva
del Buena Vista Social Club cantaba temas nacionales tan queridos como Dos gardenias (Isolina Carrillo), Veinte años (María Teresa Vera y
Guillermina Aramburu), Lo que me queda
por vivir y Amigas, ambos de Alberto Vera, yo pensaba en los jóvenes que
caminaban en ese momento frente al recinto cultural. ¿A cuántos le hubiera
gustado entrar?
Pocos días después en el
mismo escenario, ante un público mayoritariamente infantil se presentó la
compañía argentina La Cigarra ,
formada por niñas y niños descendientes de cubanos o relacionados con nuestra
cultura de alguna manera, casi siempre filial. Los pequeños de la tierra extranjera
vinieron a bailar en casa del trompo y no pudieron ser más elocuentes.
Estremecieron al Teatro, allí
se movió hasta el más pinto, ya fuera sentado o de pie. Interpretaron con
algunas licencias rítmicas, composiciones como el Chan Chán (Compay Segundo), El
cuarto de Tula (Sergio González); hicieron alegorías a Los Zafiros y hasta
cantaron un danzón, ese género que para muchos adolescentes y jóvenes de
nuestro país constituye pura arqueología. Al terminar el espectáculo escuché a alguien
decir evidentemente apenado: “Viste la clase de cubanía que nos acaban de
dar.”
Yo asentí en mi interior, no
cabía otra cosa, y me interrogué: ¿Cuántos de los niños del auditorio conocían
algún son o habían bailado un cha cha chá? ¿Qué música escucharían en casa o en
la escuela? Me temo que todas las incógnitas tendrían respuestas nada
agradables si quien pide abrir la muralla es el patrimonio musical cubano; pero
si tocan a la puerta la desidia y el olvido, pues muy complacidos se irían.
Voces prestigiosas del país
se quejan con razón de la “gripe” reguetonera de las nuevas generaciones; sin
embargo, cuestiono los esfuerzos de la sociedad para enseñarles a apreciar
otras sonoridades, sobre todo los valores tradicionales de la nación. Han sido
pocos o demasiados incompatibles con su psicología, se los hemos mostrado
encartonados. Mientras eso sucede, un epíteto acompaña al Verde Caimán por el
mundo: la Isla
de la Música ,
como si la ironía hubiera venido a dar un escarmiento por nuestro serio y
terrible desliz.
Varios proyectos comunitarios
tuneros intentan desde el arte y con la diversión de por medio, nutrir la
cultura rítmica en los pequeños; también están los talleres de repentismo.
Ambos caminos consiguen ampliar el espectro, pero constituyen microexperiencias,
y los miembros de la brigada José Martí aún no explotan al máximo su presencia
en los centros estudiantiles.
Si hasta ahora ha sido
imposible generalizar en la provincia lo que en Manatí es hecho exclusivo: a
cada instructor de arte se le exige enseñar el danzón, imagínense sumar otros géneros
del folclor. Aun así, debemos intentar diseminar este saber por diversas vías. Corremos el riesgo de que los infantes de hoy sean mañana extranjeros en su propio suelo. O quizás para entonces todo el mundo haya olvidado, y recordar será un ejercicio de locura.
Medios de comunicación,
familia, escuela, todos tenemos responsabilidad. Pensemos qué podemos hacer en nuestra
inmediata posición y hagámoslo. No se trata de negar la contemporaneidad, sino
de cultivar a melómanos cultos, pero sobre todo a cubanos verdaderos. Alguna
vez uno de ellos pudiera encontrarse con un neófito interesado en saber sobre la
valía sonora de la Isla ,
y el interrogado tendría dos caminos: contestar con soltura, o mirar al cielo
en busca de una respuesta improbable que se quedó atrapada en lo que nunca
creció. ¡Ay música, si te pudiéramos querer!
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