lunes, 16 de mayo de 2016

Guille no duerme, por suerte



La noticia de su muerte fue así como ese silbido del viento huracanado, que duele escucharlo, conmociona. De la punta al cabo de la Isla y más allá, mucho más allá, amigos y lectores lloraron su partida al cielo de los buenos, porque claro, es allí donde debe estar.
El 15 de mayo del 2004 falleció a los 52 años Guillermo Vidal, al que numerosas voces no temen en nombrar como el más egregio escritor tunero de todos los tiempos, incluso por encima de Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, El Cucalambé, considerado el mayor poeta bucólico del siglo XIX cubano, y quien puso el nombre de este territorio en el mapa de las letras nacionales. 
De acuerdo o no con esa idea, nadie duda de sus aportes a la narrativa de los 80, al tiempo que impulsó de manera espontánea en la provincia el movimiento literario, siendo verdadero líder por los conocimientos y la calidad humana, además del sentido del humor.
Todo en él era mítico: su porte (desgarbado, barba espesa y espejuelos a lo John Lennon), su mirada (vivaz sin remedio), su manera de decir (cercana a la oralidad). Las Tunas fue ciudad y personaje, y justo aquí recibió, tristemente, las más grandes incomprensiones, pero queremos pensar que también los mejores abrazos.   

El interés por el lector encabezaba quizás la lista de sus obsesiones, que salía en minutos cumbres y en otros tan simples como la dedicatoria de cualquier título. Dejó esta nota en la Biblioteca Provincial: “Yo me conformaría con que una vez después que me haya muerto, venga un joven estudioso de la literatura, o simplemente un joven, hasta un poco aguajirado y azorado, y se lea Matarile y otros libros que habré escrito. Esa es la única recompensa. Lo demás es vanidad de vanidades”.
Brújula, maestro, fuego, cobija, incentivo, palabra ardorosa, amigo, por esos rumbos levantó su vida, siempre preocupado por el otro. Un héroe lo llaman algunos escritores, igual le dicen padre, hermano, y le agradecen haber explorado tanto la condición humana. Nada de poses altisonantes, prefirió la sencillez, la ética. Benditos reinos.
Igual les dejó un referente descomunal de laboriosidad. Según sus propias palabras esta era su rutina: “Me levanto a las cuatro de la madrugada y oro a Dios para que me permita escribir, leo algunos pasajes de la Biblia y luego releo fragmentos de novelas que elijo por temporadas y que acaricio con una envidia rosa, y cuando parezco un pitcher que ha calentado lo suficiente, me siento ante el ordenador y escribo con gran rapidez y siento que me dictan, siento el tono, veo lo que ocurre en la novela y me creo en esos momentos un escritor de gran calibre, trabajo hasta media mañana si puedo y salgo feliz si me ha ido bien y no reviso hasta después. Escribo todos los días excepto los domingos, tengo una disciplina del carajo, como de obrero ejemplar”.
Su viuda, Sorángel Uña, en un reciente homenaje compartió este recuerdo: “Fue un gran bromista -afirmó con una sonrisa-, lo sabemos bien, pero nunca ofendió a nadie. Muchos le pedían consejos sobre las cosas más diversas, y a veces se preguntaba por qué lo escogían a él. Estuvo muy preocupado por los jóvenes y el estado de la literatura local. Recuerdo verlo acostarse muy tarde corrigiendo el trabajo de otro colega, eso lo hacía con una humildad increíble”.
Guillermo Vidal sabe que no puede abandonarnos, no lo hagamos nosotros con él



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