Solo
ahora sé su edad: 86. Yo ni siquiera le imaginaba una. Tenía para mí, la que
ella quisiera tener. Siempre vestida como si fuera para un baile de la alta sociedad;
siempre alegre, vivaz, dispuesta a colaborar.
La
conocí tejiendo pequeñas maravillas en el proyecto Callejón de la Ceiba. Y desde entonces le dije que la
tomaría como modelo si la vida me permitía llegar a la vejez. Por eso fue
extraño encontrarla recientemente con el rostro triste, en ocho años de amistad
era la primera vez. Le pregunté y contestó: “Empiezan a faltarme las fuerzas
para hacer las cosas que me gustan”.
Casi
ni le creo, después de verla bailar, alistarse en una agotadora excusión,
desfilar en pasarela, hacer ejercicios…, lo que me decía no tenía mucho
sentido. Georgina Florencia Paz Rodríguez es un alma inmortal. Así la veo, así
la siento. Así la definirá usted después de saber su historia, que empezó en el
poblado rural tunero de Río Blanco.
Fue
la tercera de siete hermanos. “Arreglados a pobre tuvimos una infancia feliz
-me cuenta dispuesta a deshojar el álbum de la existencia-. En su finquita mi
papá cultivaba de todo, y había desde vacas hasta guineas. Cebaba unos puercos
grandísimos. De primer a sexto grados estudié en la escuela José Martí, estaba
un poquito distante y cuando llovía debía ir a caballo. La secundaria la hice
de mayor, cuando nos mudamos para Las Tunas”.
Pudo
quedarse al margen de lo que sucedía entonces en el país, guardar silencio,
convertirse en ejemplar ama de casa, pero ser la última de las hijas en casarse
la llevó a la independencia y la expresión total de sí. “Fui la más avispada,
la más vivaracha”, suelta sin demora y las dos reímos a carcajadas.