Me gusta la cara de admiración que pone la gente cuando digo: “Soy
periodista”. Les suena grandilocuente. No me gusta la que ponen cuando digo lo
que cobro: “¡No te lo puedo creer!” En un segundo se esfumó el caché. Aunque aclaro,
es menos deslucida que la mía en la fecha de pago.
Sin
embargo, y hay quien puede no creerlo o sentirlo, el que lleva bien adentro esta profesión, generalmente no tiene al
dinero como la madre de todas las cosas. Si fuera así, Cuba estuviera sin reporteros.
Quizás
sea porque no hay monto que cubra las contiendas para acceder a las fuentes,
que a veces terminan dándonos un dato erróneo y no pasa nada; el tutelaje
excesivo, los directivos dolidos ante algún “roce”, las incomprensiones de
nuestros propios jefes, las carencias que nos llevan a trabajar con trabajo; y
la sensación universal de andar sobre una cuerda floja: desnudos ante los ojos
y el oído del público…
No
existe tal salario, cierto (aunque una subida aliviaría el estrés). Pero ese anda
lejos de resultar el principal argumento de mi tesis. Lo fundamental, y ya otros
lo han ilustrado, es que el periodismo constituye una filosofía de existencia, un
sacerdocio. Lejos respira de las profesiones que se dejan en la oficina. Con
esta nos acostamos, con esta amanecemos.
Y
ni siquiera la palabra vacaciones
domestica a la “fiera”, pues perfectamente podemos andar por el mismísimo
Varadero (algo muy hipotético claro), y si el huésped cercano comete la
delicadeza de quejarse en voz alta, es probable que salgamos a preguntarle los
detalles del suceso con la finalidad de resolverlo.
Amo
la sensación de decirle al entrevistado: “Una última pregunta” (gran mentira),
y que en ese minuto piense en tres más. Indica que estoy allí, de materia gris presente,
intentando develar los misterios. Porque qué cosa es un periodista, sino ese ser
inquieto, muy inquieto, aclaro, que mira a su alrededor con ojos de
investigador sensible, y deseos de atrapar toda la complejidad de una sola
ojeada. Así de presuntuosos somos, así de necesarios.
A
veces, en las paradas o las colas (sitios entrañables), observo los rostros a
mi alrededor, y quiero descubrir en esos pequeños “lienzos” alegrías y
tristezas. Me pregunto cuántas de aquellas personas tienen a alguien en casa
que los espera, o comida que poner sobre la mesa esa tarde; a cuántos les gusta
su ocupación o han mantenido sus valores como ciudadanos; cuántos entienden la
actualidad de la Isla,
y escogen quedarse a correr igual suerte que los suyos...
Siempre
concluyo en lo mismo: deseo contar esas diminutas y grandes historias. Quiero
que la gente se encuentre en el periodismo de hoy.
Como
ve, lector, estoy en problemas. Esta reportera y miles como ella seguirán entre
el orgullo y la pena cuando alguien pregunte por el título universitario. Pero le
anuncio, con escaso esfuerzo nos quedaremos sin pasaje de retorno en la primera
estación.
Ahora
mismo son las 12:10 am del 14 de Marzo del 2016. Mi papá no entiende
por qué a esta hora todavía soy cabeza, tronco, extremidades y laptop (parte de
mi cuerpo que sumé hace muy poco gracias a la generosidad impagable de otro
colega). “Descansa mija, descansa, acuéstate temprano”, me dice. Pero no puedo,
varias cuartillas esperan por convertirse en vida, y si marcho a la cama,
mañana, cuando despierte, el dinosaurio todavía estará allí, y lo peor, con más
hambre que ayer.
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