Con
los hijos nunca se acaba. Si lo sabrá Mirtha.
“Los
míos han salido buenos, nobles, pero entonces pasa lo de Pablo”, dice y le
prohíbe a sus ojos mostrar debilidad. El semblante es tierno y firme, como quien
sabe cargar con los golpes de la existencia y decirles: “No les temo”.
Ella
decidió tomar cartas en el asunto en cuanto escuchó en la televisión e
investigó entre los médicos que podía darle a su hijo la vida, por segunda vez.
Ahora no se trataba de llevarlo por nueve meses en el vientre o traerlo al
mundo como lo hizo hace 34 años atrás. Ahora, la cuestión era donarle parte de
su cuerpo.
“Con
un riñón yo vivo, y con uno él se me salva”, es la expresión que sale de sus
labios cual relámpago, como credo que no necesita mayor explicación. Hace 12
meses iniciaron las pruebas, hoy los exámenes de compatibilidad apuntan al
éxito, aunque falta un paso, la angiografía.
Si
todo resulta, Pablo Rivero Santana pasará a la historia médica de la provincia como
el primer tunero en someterse a un trasplante de riñón a partir de un donante
vivo, su madre, Mirtha Santana Cabrera, a quien también por su gesto recogerán
los anales.
A
ella el único récord que le interesa es ver sano al pequeño que de niño se le
escapaba para jugar pelota, ya no quiere pensarlo tres veces por semana en la máquina
de hemodiálisis; añora tenerlo en casa no solo los sábados y domingos, porque
en las jornadas restantes permanece en el Centro Renal para cumplir con el
tratamiento.
El
servicio de taxis les garantiza dos viajes, el de ida los lunes y el regreso
los viernes. Entonces, Mirtha, con la ayuda del salario del esposo y la
cooperación de la hija, se aventura a la carretera desde La Julita, en Manatí, cada vez
que Pablo debe conectarse al equipo que lo mantiene vivo.
Normas
médicas le impiden estar con él en ese momento, pero como enamorada lo espera
afuera, deja que pasen los minutos entre una charla casual, sus pedidos a Dios,
las reflexiones sobre cuánto urge más sensibilidad en torno a la donación de órganos;
y claro, en ir a buscarle la merienda,
para cuando salga coma algo.
“Tuve que dejar mi puesto en la Fábrica de Fideos del
municipio. Al inicio me dieron una licencia, después no quisieron otorgarme más
y no lo iba a dejar a él por un trabajo”.
En
marzo venidero hará tres años de que comenzara todo, cuando el joven fue al
doctor porque se cansaba mucho si corría, y le diagnosticaron una hipertensión
silenciosa que había dañado sin remedio sus funciones renales.
“Mi
mamá está conmigo desde el inicio. Yo le digo mima quédate, estoy bien, mas
ella insiste y viene. Las madres son así, siempre piensan que sus hijos no
crecen. Sé que mi enfermedad le ha afectado, es un proceso difícil, pero saldremos
adelante”, confirma Pablo, mientras pone la Biblia
en la mesita cercana, mueve con cuidado el brazo del que sale su sangre y la
máquina la limpia y se la devuelve libre de todo mal.
A
las claras la fe lo robustece, lo sostuvo en las tres veces que intentaron
trasplantarlo por la vía tradicional (a partir de un fallecido) y siempre
surgieron inconvenientes. Pero también lo fortalece su voluntad, nacida de
adolescente. No paró hasta licenciarse en Derecho, y no fue fácil, imagine
lector, que la estatal la hizo ya ingresado en el hospital. Ser alguien en la
vida, le pidieron sus padres y él obedeció con esa nobleza que le salta a la
vista.
“¿Que
cómo es mi mamá? No hay palabras para decir eso”. Y tiene razón, cómo explicar
a Mirtha, que hasta al pequeño de su hijo ha ayudado a criar; un niño que tiene
a todos conquistados, y es, sin saberlo, en la inocencia de 5 años, la
fuerza de la familia para no dejarse caer ante las ventiscas.
Si
antes no sucede el milagro que Pablo espera, curarse sin que su “mima” vaya con
él a una mesa de operaciones, ella hará lo que toda buena madre sabe: dar amor,
ya sea con un beso en la mejilla o arrancándose una parte de sí.
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