Seguramente exagero, pero me disgustó un poco la expresión, por más que
quien la dijo no parecía tener malas intenciones. En plena guagua un señor le
comentó a otro: “Cómo que no sabes lo que vas a cenar el fin de año. En mi casa
el puerquito ya está escuchando la conversación. Lo asaremos, porque el 31 de
diciembre no se puede comer otra cosa”.
Me
conmovió la cara triste del hombre interpelado. Él, solo atinó a levantar los
hombros en señal de no tener explicación y calló, se consumió en un profundo y
melancólico silencio, mientras su fastidioso interlocutor seguía contándole con
detalles los preparativos.
Una
sutil presión social latía en las palabras que le arrojaron encima. ¿De veras
no andar el último día del calendario con el “mamífero nacional” a cuestas resulta
algo bochornoso? ¿Acaso lo más importante es lo que te comes o con quién te lo
comes en una fecha tan simbólica como esa?
La
tradición habla de puerco asado, arroz congrí, yuca con mojo y ensalada. Qué
rico. ¡Qué ricooooooo! Adiós a dietas o certezas médicas de un menú poco
saludable, consumido a deshora. Mejor no pensar en esas menudencias, dirían
muchos. Hasta yo lo digo.
Algunos
desde bien temprano compran el cerdo y lo engordan en casa; ahorran para eso y
lo consideran un gasto inviolable, porque sentirían mucho no ver el hermoso
espectáculo de toda la familia reunida al lado del animalito en la púa, oliendo
sabroso y abriendo el apetito a metros a la redonda.
Hay
quien tanto gusta de ese ritual que para él pierde la “gracia” si mandan los
perniles a asar o se opta por cenar en un complejo gastronómico, al estilo de
otros que evitan el humo y los vagos reticentes a darle vueltas al macho, como
llaman a los puercos en Santiago de Cuba.
Pero
a veces la situación habla de imprevistos, de necesidades más urgentes, de
imposibles, de cuentas que ni siendo magos dan la cuenta, y entonces, el
glamour culinario que tiende a ilustrar el 31 de diciembre se reduce a poner
bonita la mesa, adornar un poco los platos sin tantas calorías en su interior y
sentarse juntos a comer.
Si
ese es su caso, no debe disculparse con nadie, ni nadie debe asombrarse por el
bajo perfil de su celebración. Si usted comparte la comida con el amor de su
vida, con el hijo o los hijos tan imprescindibles para su dicha; si tiene vivos
a sus padres, abuelos, hermanos y están ahí; si en una silla contigua un gran
amigo o amiga le saluda u otro ser querido, usted, está festejando por todo lo
alto.
Cuando
estaba en la Universidad
un querido amigo me contó que, como casi todos los niños cubanos, entre los que
me incluyo, el Período Especial lo obligó a ir a la Primaria con alpargatas
muy alternativas, dígase “chupamiao” (no sé si se escribirá así) en lenguaje
popular.
A
él le daba vergüenza y sus papás le hicieron creer que unos célebres faraones egipcios usaron el mismo calzado. Mi compañero
se lo creyó y desde ese día partió orondo a las clases con sus zapatos de tela
y suelas de gomas de tractor.
Como
ve, desde pequeños podemos estar azotados por la vergüenza de poseer menos o de no andar a la moda. A veces nos
preocupamos en demasía por eso, y en el
camino quedan asuntos pendientes más relevantes como ganarnos el respeto de
todos por quienes somos y tener mucho amor propio para no sentirnos disminuidos
ante nada ni nadie.
Este
fin año preocúpese por estar colmado de calor filial. Ojalá lo logre, pues no
es una jornada para la soledad. Luego y solo luego, procure hacer una velada
especial, en casa o fuera, y coma lo que quiera o pueda. A las 12:00 de la
noche bote agua para la calle, queme el muñeco o solo piense en bien, desee lo
mejor para los suyos y para este país que ha terminado el 2014 estremecido con
noticias emotivas, y se le avecinan no pocos desafíos.
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