Iba
para el teléfono. Desde el otro lado de la línea me contestarían: “Estoy
devastado. Perdió Argentina”. Y mientras más me acercaba a esas palabras de
absoluto dolor, (sí, porque cuando llevas muy dentro a tu equipo, quieres morir
ante la derrota, incluso si hay quien ingenuamente no deja de decirte: piensa,
es solo un partido) cierto joven en bicicleta pasó por mi lado a toda
velocidad.
Alguien
alcanzó a preguntarle: “Oye ¿y esa carrera?” El eco de su voz trajo la
respuesta: “A pagar 100 pesos de una apuestaaaaaaa, yo le iba a Messiiiiiii.”
El cuerpo del muchacho se hizo un punto lejano en la carretera y su contesta
encendió los comentarios a lo largo de la calle. Hasta llegar a la pública escuché varias historias de montos
perdidos o ganados.
La
verdad, esas vivencias que no busqué conocer y quizás hubiera preferido
ignorar, terminaron de esculpir el otro “Mundial” que, a juicio de las tantas
anécdotas escuchadas desde el inicio de la competencia, sospecho se jugó en algunos
barrios de mi provincia, mientras Brasil convidaba al mundo a dejarse llevar por una
bella palabra: gol.
El
mundial de las apuestas, de los mercaderes de sentimientos, quienes en vez de
camisetas de sus selecciones usan bolsillos. En su actuar lo que predomina es
un pronóstico sobre otro, con el consabido pago al vencedor, y no el deseo loco
e inquebrantable de ver ganar a sus
jugadores preferidos, en un acto de sincero amor al fútbol.