jueves, 5 de septiembre de 2013

Enemigos de la indiferencia



Lucita quiere morir en Cuba. Desde su misma llegada a Miami hace más de un lustro, se lo dijo a los familiares que marcharon con ella. Hoy tiene 70 años, y considera que ya es hora de regresar a casa, donde su hermana la espera.
Adelaida Barrios es una vecina de un reparto cercano al mío. Apenas eran las ocho de la mañana de un jueves de julio último, cuando cortó alarmada mi paso presuroso. Pidió disculpas por causar demora y luego de confirmar mi profesión y centro trabajo, dijo sin más: “Mi esposo y yo estamos preocupados, la Jornada Cucalambeana ha perdido calidad, ¿por qué no tienen más espacios los conjuntos campesinos?”
La doctora Alina Cañada, siempre muy solícita, estuvo varios meses trabajando en el consultorio médico de Las Tunas. Al sentarse en su buró para iniciar la atención, no pasó un día sin que mirara a su alrededor y lamentara aquel local deteriorado y falto de baño e intimidad para el paciente. Ella pudo, al igual que otros muchos que han pasado por allí, sencillamente conformarse, porque lo suyo es cuidar de la vida y no levantar edificios. Sin embargo, la galena se opuso a “la lógica” e intentó encaminar la mejoría.

¿Adónde quiero llegar? Le invito a hacer un pequeño ejercicio, piense qué tienen en común las historias anteriores, por cierto, reales las tres. Coincidirá conmigo si reconoce esta similitud: a sus protagonistas no les da lo mismo “las cosas”, como decimos en Cuba.
Los porque sí inmutables y paliativos incumplen su propósito de intimidarlas, y a los que prefieren tipitiar “chichá o limoná”, oponen su preocupación, su interés de que no sea visto impasiblemente morir donde no se nació, presenciar el debilitamiento de una tradición con los brazos cruzados o atender a un enfermo en un recinto de pésimas condiciones, sin saber qué se ha hecho porque sea otro el ambiente.
Comento sus ejemplos, sencillos pero cargados de un sano altruismo, y rememoro un variopinto universo de prototipos contrarios:… aquel que trajo un hijo al mundo y  no le importa saber si comió o enfermó; aquel que se monta en la guagua y no paga; que pone mal el ladrillo pues nadie viene y revisa; que en vez de calmar, maltrata a sus pacientes y opta por la receta rápida. Aquel que tiene en sus manos la posibilidad de salvar un patrimonio cultural y la obvia, o que no despliega al máximo las potencialidades creativas de su institución, olvidándose de un invento  llamado estrategia, por solo citar algunos  modelos.  


La inercia, líbrame vida de ese mal, es un enunciado que repito a veces. Para mí, toda una bomba de tiempo, una bacteria, un virus, que una vez inoculado, resulta complejo salir de sus redes, sobre todo cuando no hay exigencia que se le enfrente. 
  Quizás un día quien ahora puede parecer una leguleya inmune, es decir yo, le permita el paso a ese enemigo. Lucharé con todo para que no suceda, porque algo sí tengo claro: para entonces ya no podré ser una periodista.  

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