Nunca
había conocido a un homicida. Pensaba encontrar una mirada fría, unos gestos
toscos, una estampa malévola y segura de si. Pero no. Hallé un rostro triste,
unas pupilas mustias, un caminar suave, una pose desconfiada. ¿Cómo podía aquel
hombre que hasta inspiraba cierta ternura, ser culpable de la muerte de otro?
Nunca
había conocido a un homicida y el que estaba frente a mí parecía, contra
prejuiciada lógica, más un alma buena que una malvada. ¿Era posible eso? No esperaba
un “Hannibal Lecter”, pero sí algo de villanía, y en aquel cuerpo la oscuridad
no había pactado con la naturaleza de los sentimientos, solo con las culpas.
Luego
de mirarle a los ojos y asegurarle no declarar su identidad, hablamos. Él intentaba
rehacer su vida. Ahora era un prisionero domiciliario (en la cárcel por dos años
y medio, salido por buena conducta), consagrado al taller mecánico particular, inquieto por la
salud de su hijo diabético y preocupado por firmar puntualmente cada sábado en
la oficina del jefe del sector, su rutina hasta cumplir el lustro al que fue
condenado.
Supe
que aquel homicida algún día había sido un hombre como otro cualquiera. Supe
que hasta su hora cero, tenía más de
20 años de experiencia sin acumular delito como chofer. Supe que en aquella
jornada fatídica no amaneció con ánimos de manejar su camión Chevrolet de
pasaje. Pensó en caminar, coger guagua, ir hasta el cementerio a ponerle flores
a su abuela; pero un amigo vino a cambiar los planes, y dos cervezas, solo dos
(lo juró varias veces) se unieron a la nueva planificación.
Al
parecer su cuerpo no estaba dispuesto para ninguna dosis de alcohol. Sintió el malestar
propio, pero a esa hora solo había cumplido la mitad del viaje. Caía la tarde y
decidió, al salir de una curva, adelantar indebidamente a un ciclista que
apenas llevaba luz en la bicicleta. No calculó bien la maniobra, no podía
hacerlo, su poder de análisis andaba medio nublado, recordó las “Bucaneros”.
La
tenebrosa combinación imprudencia+fatalidad tomó las riendas del inevitable
choque. El bicicletero rodó por debajo del carro y salió ileso, pero luego un
cristal del espejo del camión se desprendió y fue a caerle justo en la yugular.
Su vida terminaba cuando apenas había cumplido 24 años.
El
chofer acababa de manchar con sangre su ilustre hoja de servicios; quería
morir, definitivamente eso, morir. Como mismo ahora desea desaparecer cuando a
veces pasa frente a su casa el abuelo del muchacho. Conocía al señor desde
antes y eso hizo más difícil todo. En un abrir y cerrar de ojos abandonó la
vida de un hombre cualquiera para vestir la piel de homicida.
“Los
choferes no han de tomar ni un trago…, sin importar los años frente al timón
deben detenerse en cada PARE…, aún las medidas resultan flojas, la vida de una
persona no vale una licencia”. Son algunas de sus preocupaciones hoy. Qué bueno
fuera si otros además de esta periodista quisieran escucharlo.
Nunca
había conocido a un homicida, y aquel definitivamente no era un monstruo, solo alguien a quien el destino le había
cobrado su paso en falso.
Parecía buena, pero se desmadeja con comentarios como Hanibal Lecter... y es muy corta da para más si se sabe llevar... lástima
ResponderEliminarJuan sin miedo, ya veo por qué te llamas así. Me gusta tu sinceridad y respeto tu criterio. Gracias por leer y comentar, un ejercicio no siempre completo. Saludos.
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