lunes, 14 de enero de 2013

Lo esencial



En una oración diezmada en vocablos, pero corpulenta de antipatía, lo dejó claro “la seño”: aquella muchacha había robado el vaso. La acusada lanzó un discurso instantáneo, procurando demostrar su inocencia. Entre las razones una despuntaba: ella no era la única en la habitación, por qué inculparla, dónde estaban las pruebas.
Lo que nadie sabía con seguridad, aunque lo imaginaban, es que la mucama ya había tomado su decisión y nada ni nadie se la cambiaría. En su cabeza no entraba la idea de que la joven femenina y bonita que dormía en la cama contigua, fuera capaz de semejante hecho. ¡Ah! pero la otra sí, la que andaba con ropas de corte y estilo masculinos, tenía la voz engolada y un caminar poco agraciado para haber nacido mujer; le sobraban manillas en la mano y para rematar, una cola de caballo recogía su pelo. Quién  podía ser la culpable sino la homosexual.
Varios testigos, todos participantes en una cita cultural, vimos llorar de impotencia a la chica señalada, era evidente su rabia, su angustia. Entre sollozo y sollozo repetía: “Mira que yo respeto para que me respeten, pero nada basta, ¡nada!”
Y comprendí algo inmediatamente: lo sucedido significaba una batalla más para ella, una más de la larga contienda que decidió librar desde el día que asumió quién era en realidad. Me pregunté cómo le habría ido en casa cuando dijo que tenía una pareja de su mismo sexo. Los padres, los amigos… ¿le darían la espalda? A esta altura de su existencia era una luchadora con no pocas heridas de combate, de seguro, dadas en su mayoría por las personas que más quería.
Quizás, lector, usted se está sintiendo molesto al leer este comentario, porque trato un asunto etiquetado como difícil, y ante el cual, a veces,  preferimos callar, cerrar los ojos, y en otras parecer modernos, hasta que el tema nos toque de cerca, por más que se nos estruje el corazón cuando escuchamos la historia de alguien rechazado por esta causa.
Puede, incluso, que critiquemos la homofobia, pero… pregúntese si alguna vez no ha dicho: “Clase de gente es fulana (o), lástima que sea homosexual”, sin sospechar cuántas puertas del desarrollo personal y profesional estamos cerrando con esa expresión, como mismo lo hacen hoy, en pleno siglo XXI, más de 70 países cuyas legislaciones contemplan penas por lo que alguna vez se consideró una enfermedad mental.
En Cuba, donde a inicios de la Revolución ocurrieron no pocos hechos lamentables sobre este tópico, se ha avanzado en el respeto a la libre y responsable orientación sexual e identidad de género, incluso, la reciente Conferencia del Partido al trazar las directrices del trabajo de la organización, en su objetivo 57, incita al enfrentamiento de prejuicios y todo tipo de conductas discriminatorias.  Pero, sin dudas, quedan muchas deudas en esa agenda, sobre todo en el apartado más complejo, aquel centrado en el diario proceder de los ciudadanos.
Para los religiosos el homosexualismo es pecado, para los ateos, es ir contra la naturaleza. Unos y otros, acechados por una sociedad patriarcal, olvidamos mirar si quien apuntamos, desde nuestra altura de “normales”, se preocupa por su familia, es un excelente trabajador, un amigo fiel…lo tantas veces dicho: valorar lo esencial.

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