jueves, 5 de enero de 2017

El tufo de la indolencia

La mujer iba como si con ella no fuera. Parecía que andaba por el Prado habanero, exhibiendo su cartera. Pero no era un objeto de pasarela lo que le acompañaba, sino el saco con los desperdicios del cerdo que su familia comería el último día del 2016. Pretendía dejarlo en plena área deportiva del seminternado Jesús Argüelles Hidalgo, ciudad de Las Tunas.
Arrastraba su carga pesada por toda la calle, decorando el paso con un hilillo rojo, como vestigio del delito. Se notaba cómoda en su misión, hasta saludó a un vecino.
La vi desde relativa corta distancia, y cuando llegué al lugar del hecho, entendí que no resolvía nada con reclamarle a la señora. Alrededor del suyo otros tantos bultos pestilentes descansaban, en espera que la descomposición natural se llevara la fetidez que inundaba el sitio. Aún queda algo de esos aires contaminados.
Vivo por aquellos alrededores desde hace más de 25 años, y sé que la escena real aquí contada, repetida sin misericordia, ha sido una cruz de la que no ha podido desprenderse tan concurrido espacio.

Allí, niños y adolescentes hacen ejercicios con sus profesores de Educación Física o de manera individual. Por las tardes resulta común encontrar a padres con sus hijos, dispuestos a pasar un rato juntos en alguna actividad.
Recuerdo de pequeña, cómo mis compañeros de aula observaban con curiosidad a gatos, palomas, perros, chivos tirados en la hierba, tras su último respiro, quizás chocados por un carro, envenenados por sus dueños o muertos por la edad.
El paisaje era triste e insalubre. La maestra hablaba de enfermedades y vectores. “Aléjense de ahí”, gritaba. Ese regaño aún debe estar resonando, pues en el área es tan común encontrar a muchachos jugando, que ver en una esquina de su extenso terreno cualquier difunto animal, rodeado de moscas. Se ha vuelto “tradición”, cotidianidad, “asunto menor”, problema ignorado.

Aunque no hay “plan” mensual, diciembre trae la temporada alta. El ambiente de fiesta sobrepasa la música elevada, la cara iluminada de las personas, la cerveza en la mano y el congrí, la yuca con mojo y el cerdo asado sobre la mesa. Cuando las luces se apagan o en plena luz del día, como la señora de mi historia, la explanada verde de la escuela recibe “lo suyo”.
Lo curioso es que, con seguridad, más de un descendiente de los que han tirado allí alguna inmundicia, estudiaron o lo hacen en el centro escolar contiguo, por lo tanto han corrido por sus recodos y estado a pocos metros del peligro.
Por la provincia pululan réplicas de la situación descrita. Que lo diga el río Ahogapollos. Si no hay cerca un lugar adecuado para votar los restos, donde se pueda abrir un hueco profundo y enterrarlos, -en este sentido las autoridades competentes podrían realizar sugerencias a la población, y no dejarlo como sobreentendido-, habrá que seguir buscando, porque la opción no puede ser arriesgar la salud de los demás y la suya propia.

Pero claro, resulta la solución más fácil, no importa, incluso, si la sede de tanta indolencia le queda justo frente a la casa; no importa, incluso, si siendo usted culpable, alguien toca a su puerta, pregunta por el mal olor que inunda el portal, y deba mentir abiertamente: “Muchacha, eso fue que tiraron un perro muerto ahí en el área. ¡Tú sabes cómo es la gente!” 

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