Nunca
definí exactamente cuándo me independicé de las más belicosas de ellas, y
encontré otras formas de desahogarme y ofender, porque claro, también he tenido
que hacer ambas cosas, ser humano al fin, y hasta recurrir a algún improperio.
En
la literatura supe que no existían como tal, todo dependía del contexto, por
eso leí sin ruborizarme las novelas de Guillermo Vidal, ese grande siempre dado
a mirar con lupa las voces de la cotidianidad; y quien fuera de sus textos, según
me han narrado, no acostumbraba a usar ese universo lingüístico.
Mi
“ignorancia” motivó a un amigo del preuniversitario, que no entendía cómo se
podía cancelar el uso de un saber considerado por él “imprescindible” para la
vida, a proponerse, en broma, documentarme al respecto. Empezó por una serie de
repeticiones de dichos vocablos, iban de menor a mayor complejidad, y por
supuesto, usted entiende: no hablo de gramática.
Puede
ser que esta periodista ande permeada de las anteriores vivencias. Pero le ha sido imposible guardar silencio, al
apreciar (sin tener estadísticas de respaldo) un incremento de niños diciendo
malas palabras, soltándolas al menor contratiempo en cualquier lugar. No hablo
de pequeños casi adolescentes (también asunto serio), sino de personitas que apenas
se ven sobre la tierra.
Lo
más inquietante no resulta la palabrota; lo terrible es ver a los mayores reír
la “gracia” y oírlos con “dale bebé…repítela”, porque les parece cómica la
pronunciación en su lenguaje entrecortado. Y claro que puede motivar la
sonrisa, sin embargo debemos aguantarla y llamar la atención, porque un niño no
es un bufón, es una esponja que reproduce lo expresado por los adultos; unas frases
sobre las cuales puede no entenderlo todo, pero quizás si “copió” su matiz
ofensivo y dado a las situaciones difíciles.
Después
los padres van por ahí haciéndose los decentes, pegándoles salvajemente a sus
hijos delante de otras personas, porque han dicho alguna barbaridad, cuando en
casa esa maña había clasificado como el chiste de la semana. ¿Qué valores les
podremos exigir luego?
Los
infantes de hoy, al parecer, vienen al mundo con un chip de sabiduría no
disponible para las generaciones anteriores. Asombra la grandilocuencia de su
imaginación; su rapidez de análisis, de comprensión, de asociar hechos y sacar
conclusiones. Son párvulos legítimos de este mundo tan mediático y agitado, y ya no creen mucho en la bruja de la escoba o
el hombre del saco.
Por
qué no aprovechar esa agilidad mental para buenas obras, para dejarlos vivir su
etapa sin contaminaciones, para permitirles ser tiernos e ingenuos. Recordemos,
alguna vez crecerán y necesitarán dialogar, hacerse entender, enamorar, conseguir
un acuerdo, y pocas veces en esos casos, una mala palabra será su mejor aliada.
Ya
habrá tiempo para que entrados en años, alguien les rebose la “cachimba” y llegue
la hora de verdad, con plena conciencia, de decir un disparate, aunque esa
nunca sea la salida más elegante.
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