martes, 26 de julio de 2016

Georgina, la siempreviva


Solo ahora sé su edad: 86. Yo ni siquiera le imaginaba una. Tenía para mí, la que ella quisiera tener. Siempre vestida como si fuera para un baile de la alta sociedad; siempre alegre, vivaz, dispuesta a colaborar.
La conocí tejiendo pequeñas maravillas en el proyecto Callejón de la Ceiba. Y desde entonces le dije que la tomaría como modelo si la vida me permitía llegar a la vejez. Por eso fue extraño encontrarla recientemente con el rostro triste, en ocho años de amistad era la primera vez. Le pregunté y contestó: “Empiezan a faltarme las fuerzas para hacer las cosas que me gustan”.
Casi ni le creo, después de verla bailar, alistarse en una agotadora excusión, desfilar en pasarela, hacer ejercicios…, lo que me decía no tenía mucho sentido. Georgina Florencia Paz Rodríguez es un alma inmortal. Así la veo, así la siento. Así la definirá usted después de saber su historia, que empezó en el poblado rural tunero de Río Blanco.
Fue la tercera de siete hermanos. “Arreglados a pobre tuvimos una infancia feliz -me cuenta dispuesta a deshojar el álbum de la existencia-. En su finquita mi papá cultivaba de todo, y había desde vacas hasta guineas. Cebaba unos puercos grandísimos. De primer a sexto grados estudié en la escuela José Martí, estaba un poquito distante y cuando llovía debía ir a caballo. La secundaria la hice de mayor, cuando nos mudamos para Las Tunas”.
Pudo quedarse al margen de lo que sucedía entonces en el país, guardar silencio, convertirse en ejemplar ama de casa, pero ser la última de las hijas en casarse la llevó a la independencia y la expresión total de sí. “Fui la más avispada, la más vivaracha”, suelta sin demora y las dos reímos a carcajadas.

Ella quería participar y lo hizo. Junto a su sobrinita repartió por la ciudad proclamas revolucionarias. “No pertenecía a ninguna célula de la clandestinidad, lo hacía de corazón. Salíamos de noche, recuerdo una vez  que al volver encontramos un guardia rural, nos asustamos, pero no pasó nada”. 
Toda la familia simpatizaba con los guerrilleros de la Sierra Maestra. Las últimas semanas de la lucha la pasaron en el campo natal. Algunos barbudos  anduvieron por allá y sus padres les dieron de comer.
“El día que triunfó la Revolución estábamos preparándonos para ir a otro lugar a comer fricasé de chivo. Al enterarnos, adiós cena -y aquí sus ojos descubren que no solo revive los hechos, también las sensaciones-. Nos fuimos algo lejos y llegaron alzados, explicaron lo sucedido y todos estábamos muy contentos. Confiábamos en que el país iba a mejorar”.
Al amanecer Cuba tendría en Georgina una combatiente valerosa. “Cuando se intervinieron las tiendas de productos industriales en el 62, escogieron muchachas jóvenes para administrarlas, y a mí me enviaron a la de Manolo Carán, la Casa Carán. Ese señor fue amable y aceptó el proceso de manera muy servicial. Administré allí por cinco años, después quisieron cambiarme, pero dije que salía si me permitían llevar a mis trabajadores.
“Tenía un colectivo bueno, laborioso y confiable. Me seguía a las mil maravillas. En mis tiempos éramos agradables, no como ahora que entras a una tienda y nadie pregunta qué desea, en qué le puedo servir”.
Durante más de tres décadas estuvo en Comercio, ahí se jubiló, por lo que constituye memoria viva de la historia del sector. Como mismo es testigo de la revolución de la mujer que entrañó la victoria de Enero.
“Siempre fui activista de la FMC. Hacíamos jornadas de debates, convocábamos para las recogidas de café y ni te imaginas la cantidad de hogares que visité para pedirles a los hombres que dejaran trabajar a sus esposas. El machismo estaba impuesto de mala manera. Algunos cedieron, otros no. Por suerte -y esto lo expresa con sincero alivio- ellos ya son distintos”.
Nada le gustaba más que las movilizaciones a la agricultura. Sembró de todo, fue a miles de sitios y estuvo lejos por meses. “Cuando la zafra del 70 partí a despajar caña, dormíamos en hamacas y se trabajaba mucho. También me divertí, porque tuve compañeras muy ocurrentes, amigas de la maldad. Recuerdo esa experiencia con gran cariño”.
En plena Crisis de Octubre marchó al parque Maceo donde pusieron máquinas de coser para hacer ropas a los movilizados. Otro parque, el Vicente García, la vio bisoña con zapatos altos y vestido elegante caminando por la senda de las féminas, mientras observaba desfilar por la de los caballeros a muchachos de traje. “Había cada lindo”, me sorprende, y claro, volvemos a reír.
El amor le parió deudas. “Solo me casé una vez, no funcionó y más nunca lo intenté. Tampoco tuve hijos, y los deseé bastante”. Dice y siento que es de las pocas cosas que verdaderamente le hubiera gustado cambiar.
Sin embargo, no ha estado sola. “Tengo 13 sobrinos y los adoro. Estoy orgullosa de la vida que he llevado, lo que lamento es no poseer fuerzas para hacer más”. Vuelve a hablar de su cuerpo enfermo, y a mí me cuesta imaginarla inactiva. Confiesa cómo le gustaría que los jóvenes aceptaran más cargos, que Estados Unidos y la Isla se arreglaran verdaderamente, y que podamos concretar la línea clara dictada por el VII Congreso del Partido.

“No te dejes caer Georgina”, le pido. Ella sonríe, y confío que mientras conversamos ha encontrado la manera de levantarse, de ser lo que es, una siempreviva. El país al que le entregó sus ilusiones siempre la va a necesitar.

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