lunes, 14 de abril de 2014

Un minuto, antes de cruzar

Faltó poco, tan poco que cerré los ojos creyendo lo inevitable. La “chispita” (autocarril o autovía) casi roza el carro. No hubo timbre de aviso, no hubo mirada del chofer para cerciorarse si era oportuno pasar. Todo estaba listo para la desgracia, pero por suerte, literalmente, por suerte, no nos pasó nada.
Parecía cosa del destino: en esa fecha yo investigaba sobre los accidentes del tránsito. El karma definitivamente consideró oportuno una clase práctica que me ilustrara cuán vulnerables podemos ser ante esos hechos; o una sobre el a veces cruel significado del vocablo paradoja. Ambos saberes, luego del leve estado de shock, fueron asumidos.
Mi historia sucedió en un crucero, un pase a nivel en términos ferroviarios, el lugar donde es obligatoria la parada y la extrema precaución de choferes, ciclistas, motoristas y peatones, pues el tren comanda en dichos reinos. Es imposible ir en su contra, sobre todo porque no puede frenar tan rápido, como otros tipos de transporte.

Esa mole de hierro dicta las órdenes, y hay muchos que las ignoran y como locos se mandan a correr creyendo que les da tiempo, pocos segundos después que el guarda-crucero suena el timbre alertando la proximidad de una máquina por la línea.
La típica chispita, muy peligrosa si no
se anda con cuidado 
Los negligentes olvidan que existe algo llamado imprevisto. No importa cuánta experiencia acumules frente al volante, cuán rápido camines o ande tu bicicleta, ni cuántas velocidades tenga tu motor. Puedes virarte un pie,  romperse un pedal o un freno, zafarse o poncharse una goma, tener un fallo mecánico. Cualquier cosa puede ocurrir.
Estadísticas nacionales aseguran que el ferrocarril público cuenta en la Isla con unos dos mil pasos a nivel. Si quiere indagar sobre actitudes suicidas, solo tome unos minutos y  converse con los guarda-cruceros. Yo me fui hasta los dos puntos que custodian los lados de la estación del ferrocarril, en mi ciudad. Ambos son de los de más alto índice de peligrosidad en el territorio, y sus trabajadores, en su mayoría mujeres, me contaron decenas de eventos.  
Han observado a padres lanzarse a la carrera con sus hijos, para luego pasar un susto de los mil demonios cuando los pequeños se caen; autos avanzar a toda velocidad, pero aún así estar muy cerca de la colisión; personas que si el tren está parado en medio de la carretera, se suben y bajan por los espacios entre coches, sin sospechar que la locomotora puede arrancar en cualquier momento y provocarles una caída cercana a las ruedas.
Y lo más triste, han visto a gente morir allí. Como aquel anciano que Suleivi divisó adelantándose sin hacer caso del timbre que ella puso como está reglamentado (a partir de los 100 metros), ni a sus gritos, y terminó falleciendo bajo el monstruo de metal. La autopsia demostró que el señor tenía problemas auditivos. La pregunta es, ¿dónde estaba su familia?
Hay quien se cree lince, calcula la distancia, considera poder seguir sin tropiezos, y en un abrir y cerrar de ojos su historia puede ser la del aquel insensato que murió atropellado por el tren. Y todo, precisamente todo, por no tomarse un minuto antes de cruzar, unos segundos para elegir  la vida, siempre la vida, la nuestra y la de los nuestros.

Nadie está exento del peligro, ni siquiera, como ve lector, una periodista que buscaba, con toda buena intención, crear conciencia sobre el tema. 

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