jueves, 30 de enero de 2014

Si te pudiéramos querer

Dos veces en la misma semana, imposible no escribir. Primero fue en el memorable concierto de Omara Portuondo en el Teatro Tunas. Mientras la Diva del Buena Vista Social Club cantaba temas nacionales tan queridos como Dos gardenias (Isolina Carrillo), Veinte años (María Teresa Vera y Guillermina Aramburu), Lo que me queda por vivir y Amigas, ambos de Alberto Vera, yo pensaba en los jóvenes que caminaban en ese momento frente al recinto cultural. ¿A cuántos le hubiera gustado entrar?
Pocos días después en el mismo escenario, ante un público mayoritariamente infantil se presentó la compañía argentina La Cigarra, formada por niñas y niños descendientes de cubanos o relacionados con nuestra cultura de alguna manera, casi siempre filial. Los pequeños de la tierra extranjera vinieron a bailar en casa del trompo y no pudieron ser más elocuentes.
Estremecieron al Teatro, allí se movió hasta el más pinto, ya fuera sentado o de pie. Interpretaron con algunas licencias rítmicas, composiciones como el Chan Chán (Compay Segundo), El cuarto de Tula (Sergio González); hicieron alegorías a Los Zafiros y hasta cantaron un danzón, ese género que para muchos adolescentes y jóvenes de nuestro país constituye pura arqueología. Al terminar el espectáculo escuché a alguien decir evidentemente apenado: “Viste la clase de cubanía que nos acaban de dar.” 

Yo asentí en mi interior, no cabía otra cosa, y me interrogué: ¿Cuántos de los niños del auditorio conocían algún son o habían bailado un cha cha chá? ¿Qué música escucharían en casa o en la escuela? Me temo que todas las incógnitas tendrían respuestas nada agradables si quien pide abrir la muralla es el patrimonio musical cubano; pero si tocan a la puerta la desidia y el olvido, pues muy complacidos se irían.
Voces prestigiosas del país se quejan con razón de la “gripe” reguetonera de las nuevas generaciones; sin embargo, cuestiono los esfuerzos de la sociedad para enseñarles a apreciar otras sonoridades, sobre todo los valores tradicionales de la nación. Han sido pocos o demasiados incompatibles con su psicología, se los hemos mostrado encartonados. Mientras eso sucede, un epíteto acompaña al Verde Caimán por el mundo: la Isla de la Música, como si la ironía hubiera venido a dar un escarmiento por nuestro serio y terrible desliz.
Varios proyectos comunitarios tuneros intentan desde el arte y con la diversión de por medio, nutrir la cultura rítmica en los pequeños; también están los talleres de repentismo. Ambos caminos consiguen ampliar el espectro, pero constituyen microexperiencias, y los miembros de la brigada José Martí aún no explotan al máximo su presencia en los centros estudiantiles.
Si hasta ahora ha sido imposible generalizar en la provincia lo que en Manatí es hecho exclusivo: a cada instructor de arte se le exige enseñar el danzón, imagínense sumar otros géneros del folclor. Aun así, debemos intentar diseminar este saber por diversas vías. Corremos el riesgo de que los infantes de hoy sean mañana extranjeros en su propio suelo. O quizás para entonces todo el mundo haya olvidado, y recordar será un ejercicio de locura. 

Medios de comunicación, familia, escuela, todos tenemos responsabilidad.  Pensemos qué podemos hacer en nuestra inmediata posición y hagámoslo. No se trata de negar la contemporaneidad, sino de cultivar a melómanos cultos, pero sobre todo a cubanos verdaderos. Alguna vez uno de ellos pudiera encontrarse con un neófito interesado en saber sobre la valía sonora de la Isla, y el interrogado tendría dos caminos: contestar con soltura, o mirar al cielo en busca de una respuesta improbable que se quedó atrapada en lo que nunca creció. ¡Ay música, si te pudiéramos querer!

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