martes, 3 de diciembre de 2013

Malas palabras, ¡caca!


Nunca definí exactamente cuándo me independicé de las más belicosas de ellas, y encontré otras formas de desahogarme y ofender, porque claro, también he tenido que hacer ambas cosas, ser humano al fin, y hasta recurrir a algún improperio.

En la literatura supe que no existían como tal, todo dependía del contexto, por eso leí sin ruborizarme las novelas de Guillermo Vidal, ese grande siempre dado a mirar con lupa las voces de la cotidianidad; y quien fuera de sus textos, según me han narrado, no acostumbraba a usar ese universo lingüístico.
Mi “ignorancia” motivó a un amigo del preuniversitario, que no entendía cómo se podía cancelar el uso de un saber considerado por él “imprescindible” para la vida, a proponerse, en broma, documentarme al respecto. Empezó por una serie de repeticiones de dichos vocablos, iban de menor a mayor complejidad, y por supuesto, usted entiende: no hablo de gramática.   
Puede ser que esta periodista ande permeada de las anteriores vivencias.  Pero le ha sido imposible guardar silencio, al apreciar (sin tener estadísticas de respaldo) un incremento de niños diciendo malas palabras, soltándolas al menor contratiempo en cualquier lugar. No hablo de pequeños casi adolescentes (también asunto serio), sino de personitas que apenas se ven sobre la tierra.
Lo más inquietante no resulta la palabrota; lo terrible es ver a los mayores reír la “gracia” y oírlos con “dale bebé…repítela”, porque les parece cómica la pronunciación en su lenguaje entrecortado. Y claro que puede motivar la sonrisa, sin embargo debemos aguantarla y llamar la atención, porque un niño no es un bufón, es una esponja que reproduce lo expresado por los adultos; unas frases sobre las cuales puede no entenderlo todo, pero quizás si “copió” su matiz ofensivo y dado a las situaciones difíciles.
Después los padres van por ahí haciéndose los decentes, pegándoles salvajemente a sus hijos delante de otras personas, porque han dicho alguna barbaridad, cuando en casa esa maña había clasificado como el chiste de la semana. ¿Qué valores les podremos exigir luego?
Los infantes de hoy, al parecer, vienen al mundo con un chip de sabiduría no disponible para las generaciones anteriores. Asombra la grandilocuencia de su imaginación; su rapidez de análisis, de comprensión, de asociar hechos y sacar conclusiones. Son párvulos legítimos de este mundo tan mediático y agitado, y  ya no creen mucho en la bruja de la escoba o el hombre del saco.
Por qué no aprovechar esa agilidad mental para buenas obras, para dejarlos vivir su etapa sin contaminaciones, para permitirles ser tiernos e ingenuos. Recordemos, alguna vez crecerán y necesitarán dialogar, hacerse entender, enamorar, conseguir un acuerdo, y pocas veces en esos casos, una mala palabra  será su mejor aliada.

Ya habrá tiempo para que entrados en años, alguien les rebose la “cachimba” y llegue la hora de verdad, con plena conciencia, de decir un disparate, aunque esa nunca sea la salida más elegante.

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