Esta historia la he hecho muchas veces, pero dejando muy pocos
crédulos a su paso, a lo mejor, tengo suerte con usted. Mi hermano y yo nos
llevamos cuatro años de diferencia, y vivimos algo poco común. El ser que nos
trajo al mundo fue nuestra profesora de Química en octavo y noveno grados, sin
que ella violentara ciclo lectivo alguno para exprimirle al destino tal encuentro.
De esa experiencia tenemos muchas anécdotas, pero ninguna tan
reiterada como aquella en la que, días previos a un examen de la asignatura, los
compañeros de aula nos preguntaban por el contenido de la prueba. “Oye, tú
debes saber, ¿me vas a decir que la “profe” no te ha soplado nada, a ti, a su
hijo?”, balbuceaban sin sospechar ni remotamente, cuál era el “sonsito” que se
bailaba en nuestra casa, uno bien alejado de tamañas confabulaciones.
Le cuento que incluso, en la cercana época en que los maestros se
agenciaban la manera de imprimir algunas pruebas, mi papá, también pedagogo,
ayudó en ocasiones a tirar en un mimeógrafo de su trabajo los cuestionarios a los
cuales se enfrentarían sus párvulos. Y las valiosas hojas llegaron a estar a escasos
metros de nosotros, y pobre del que anduviera cerca o rondando a mamá al encontrarse
ella corrigiendo algún error de la impresión.
Si no quedaba otro remedio que pasar por allí, debíamos hacerlo con la
cabeza virada para el lado contrario. Ni mi hermano ni yo rompimos nunca esa regla,
aunque por momentos “picara” la tentación. Nuestros padres supieron inculcarnos
cuán gratificante resulta obtener lo que uno es capaz de alcanzar con su propio
esfuerzo, aunque a veces el universo conspire en contra y no consigamos lo merecido.
De tal enseñanza vino siempre la alienación de esta periodista ante el
fraude. Mis colegas de año podían contar conmigo hasta altas hora de la noche para
estudiar, pero en la evaluación me volvía un puro nervio y rondaba la vergüenza
si me interrogaban asustados y era out por regla entendiendo señas o leyendo
cuchillas escritas, por eso también fracasé las pocas veces que me atreví a
preguntar, cuando fui yo la necesitada.
El estudiante poseerá por los siglos de los siglos la tendencia al
fraude, al parecer forma parte del “juego”. Contraponerse a esa actitud les
toca a padres y a maestros. De una forma muy especial a estos últimos por ser
ellos las voces líderes en el “lugar de los hechos”. Resulta más recriminable
entonces un profesor fraudulento, aquel
que en soberbio engaño a sí mismos, entra a la clase en examen para “aclarar
dudas”, deja escapar respuestas y sin interiorizarlo, obstaculiza algo mucho
más importante en sus pupilos: la definición de qué es un maestro y los lindes
entre lo correcto y lo incorrecto.
Mención aparte para los escabrosos comentarios de pruebas vendidas,
los cuales pueden ser un perfecto argumento de una película de horror. En tal dinámica
viciosa, los alumnos pierden definitivamente el amor “a quemarse las pestañas”,
no le ven objetivo, si al final todos saldrán por la misma puerta.
En el afán de justificar, los planes de promoción terminan siempre
como los máximos culpables, y su mala interpretación a veces lo llega a ser, aunque
resulten punibles de todas formas estos comportamientos. Pero si los distintos
niveles de dirección exigen hasta la euforia por elevar el número de aprobados,
y no hay un trabajo esmerado conjunto, y una escala de pagos drásticamente baja
su monto si los educandos con menos de 60 proliferan, al final de la cadena veo
a un maestro solitario con una decisión por tomar: hacerle honor a su
profesión, sin sentirse presionado por guarismos que quieren a toda cosa presentarse
alentadores; o sencillamente alimentar su bolsillo a cambio de una “ayudita” a
sus muchachos, bastante orientaciones debe cumplir como para no merecerlo.
Sobre el tema hay mucho por polemizar, y son diversas las aristas y
pilares en su debate. Lo cierto es que a la calidad humana de los muchachos,
esa que es superior a la estudiantil, nunca le parecerá demasiado los buenos
ejemplos.
En estos días, cuando se despide el curso escolar, vuelve el virus ha
estar en temporada alta, y otra vez sale la eterna cuestión: ser fraudulento o
no ser. ¿Usted qué escoge?
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