viernes, 26 de abril de 2013

Ajuste de cuentas



Nunca había conocido a un homicida. Pensaba encontrar una mirada fría, unos gestos toscos, una estampa malévola y segura de si. Pero no. Hallé un rostro triste, unas pupilas mustias, un caminar suave, una pose desconfiada. ¿Cómo podía aquel hombre que hasta inspiraba cierta ternura, ser culpable de la muerte de otro?
Nunca había conocido a un homicida y el que estaba frente a mí parecía, contra prejuiciada lógica, más un alma buena que una malvada. ¿Era posible eso? No esperaba un “Hannibal Lecter”, pero sí algo de villanía, y en aquel cuerpo la oscuridad no había pactado con la naturaleza de los sentimientos, solo con las culpas.
Luego de mirarle a los ojos y asegurarle no declarar su identidad, hablamos. Él intentaba rehacer su vida. Ahora era un prisionero domiciliario (en la cárcel por dos años y medio, salido por buena conducta), consagrado al  taller mecánico particular, inquieto por la salud de su hijo diabético y preocupado por firmar puntualmente cada sábado en la oficina del jefe del sector, su rutina hasta cumplir el lustro al que fue condenado.
Supe que aquel homicida algún día había sido un hombre como otro cualquiera. Supe que hasta su hora cero, tenía más de 20 años de experiencia sin acumular delito como chofer. Supe que en aquella jornada fatídica no amaneció con ánimos de manejar su camión Chevrolet de pasaje. Pensó en caminar, coger guagua, ir hasta el cementerio a ponerle flores a su abuela; pero un amigo vino a cambiar los planes, y dos cervezas, solo dos (lo juró varias veces) se unieron a la nueva planificación.
Al parecer su cuerpo no estaba dispuesto para ninguna dosis de alcohol. Sintió el malestar propio, pero a esa hora solo había cumplido la mitad del viaje. Caía la tarde y decidió, al salir de una curva, adelantar indebidamente a un ciclista que apenas llevaba luz en la bicicleta. No calculó bien la maniobra, no podía hacerlo, su poder de análisis andaba medio nublado, recordó las “Bucaneros”.
La tenebrosa combinación imprudencia+fatalidad tomó las riendas del inevitable choque. El bicicletero rodó por debajo del carro y salió ileso, pero luego un cristal del espejo del camión se desprendió y fue a caerle justo en la yugular. Su vida terminaba cuando apenas había cumplido 24 años.
El chofer acababa de manchar con sangre su ilustre hoja de servicios; quería morir, definitivamente eso, morir. Como mismo ahora desea desaparecer cuando a veces pasa frente a su casa el abuelo del muchacho. Conocía al señor desde antes y eso hizo más difícil todo. En un abrir y cerrar de ojos abandonó la vida de un hombre cualquiera para vestir la piel de homicida.
“Los choferes no han de tomar ni un trago…, sin importar los años frente al timón deben detenerse en cada PARE…, aún las medidas resultan flojas, la vida de una persona no vale una licencia”. Son algunas de sus preocupaciones hoy. Qué bueno fuera si otros además de esta periodista quisieran escucharlo.
Nunca había conocido a un homicida, y aquel definitivamente no era un monstruo,  solo alguien a quien el destino le había cobrado su paso en falso.

2 comentarios:

  1. Parecía buena, pero se desmadeja con comentarios como Hanibal Lecter... y es muy corta da para más si se sabe llevar... lástima

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  2. Juan sin miedo, ya veo por qué te llamas así. Me gusta tu sinceridad y respeto tu criterio. Gracias por leer y comentar, un ejercicio no siempre completo. Saludos.

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