jueves, 11 de septiembre de 2014

Torre de susurros

Durante los meses de julio y agosto y con el nombre de Torre de susurros, el destacado escritor Carlos Esquivel regaló a los lectores del periódico 26 unas singulares reseñas, provocaciones las llamaría él, que llamaron la atención sobre asuntos en los que apenas reparamos. Aquí les comparto tres.



El arte y los perros
                                             LAS CULPAS DE LA PIEDAD  

Es dulce oír cómo ladra el perro fiel que está de guardia y nos da la bienvenida al acercarnos a nuestro hogar. No soy yo quien escribe eso. Es Byron. También Lord Byron hacía epitafios para todos los perros que tuvo, apresado por el suplicio de perderlos.
Quizás nos da dolor saber que esos animales sufrieron, sufren, la vejación del arte. Un rutilante ser como Matthew Hopkins en El libro de los cazadores de brujas nos agrede con la imagen satanizada de ellos. La transformación de las brujas, cuadro de Goya en el que las brujas se metamorfosean en repulsivos canes.
Ya en la cristiandad occidental antigua, San Cristóbal aparece con la cabeza de lobo. Venía de esa época la idea prohibitiva de los curas de poseer perros porque estos constituían un mal ejemplo: copulaban en público (los perros, aclaro), hacían ruido y trasmitían la rabia.
No muchos recuerdan la fábula de William Robert Spencer. El sabueso fiel acuchillado por su amo. La historia es triste. Me imagino el dolor del animal, porque no hay peor dolor, creo yo, que el de ser fiel y que no crean o admitan esa fidelidad. El perro cuidaría al hijo del príncipe mientras este iba de caza; al regresar encontró ensangrentada la cama del pequeño, qué tenebrosa sacudida, ni rastro del niño, solo el can, impasible y, para colmo, juguetón.
El soberano creyó adivinar la escena cruel, la del perro destrozando a su hijo. Arremetió contra él a puñaladas, y el quejido se confundió con el del niño que salía del escondite donde el propio perro le había puesto luego de liberarlo de una ponzoñosa bestia. El príncipe Lewellyn cubrió con honores la tumba de su mascota Gelert, pero ya el daño estaba hecho. Y deshecho.
Algunos artistas y escritores eternizan las imágenes quejumbrosas de perros. Dickens, Twist y Walter Scott humanizan mejor que la mayoría. Y en los pintores sobresalen por el tratamiento menos artificial y decorativo sir Joshua Reinolds, George Stubbs, Paolo Caliari (El Veronés), Velázquez, Jean Bautista Oudry, Herbert Dicksee, Edwin Landseer (su El perro del basurero es una de las pinturas más vívidas, más desgarradores que han visto estos ojos).
En el cine los héroes o antihéroes caninos (Lassie, Rin-Tin-Tin, Cujo…) no aportan demasiado a mis intereses. Casi me importan las piruetas nostálgicas de Scraps, el perro utilizado por Chaplin para su egregia Vida de Perros, el pequeño terrier de El hombre delgado y Picadilly Circus. Pero casi.
Alguien como Mortimer Collins (de quien sospecho jamás se supo le rondaran ciertos desajustes mentales) creía en que estos animales poseían semejanzas ineludibles con nosotros. Mientras decidimos si creerle o no, leamos las palabras grabadas en el sepulcro de una de sus queridos perros:
Allí yace él, en el mullido suelo bajo la hierba,/ Allí donde los que lo aman a menudo pasan./ (…) Pero su alma ––¿dónde está su alma?/ Dios que es su creador, él bien lo sabe.



Frankenstein, la Oveja Dolly y el arte de las células dormidas

La oveja Dolly acariciada por su creador, 
el británico Ian Wilmut
¿Es el acto de la clonación un arte que recupera aislamientos?
Recuerden la experiencia de la oveja Dolly: extraer una pizca de célula y que esta generara una vida después. El debate moral trasciende la epopeya científica. Si clonáramos a Beethoven o a Mozart tendríamos el regreso de unos inevitables e imprescindibles músicos orbitando para nosotros. Por los tiempos de los tiempos.
Pero si a alguien se le ocurre clonar, multiplicar las células de entes malignos al estilo de Napoleón, Hitler y otros de su estirpe (en la novela Los niños del Brasil, de Ira Levin, científicos de distintos lugares del mundo crean a partir de células extraídas del supuesto cuerpo de Hitler, varias réplicas del diabólico político alemán). El debate no corrige el rumbo, lo multiplica.
Prefiero que la duplicación suceda dentro de una pomposa virtualidad: transfigurar la momificación de lo femenino. Quiero entender el asunto desde el musgo metafísico, explorar el compromiso de quien ejecuta la clonación con un transcurrir biológico que incluya también a la muerte. Comunicar en la misma frecuencia.
Intercambio de ligaduras carnales, forzadas a reciprocar una dependencia original, como el juego de roles interpretado hacia la distorsión del accidente darwiniano. Eugenesia en la que Aldous Huxley (novelista de ciencia ficción) prefiera genomas de un escenario más real que el de la ciencia pública.
Por supuesto, me interesa la idea de la “segunda oportunidad”. Pero la apuesta no debe convertirse en la maniobra del clonador por encima del clonado. Más atractiva, me parece, la exigencia modélica de Frankenstein (“armado” como un ser bueno, pero el experimento traduce un fatal equívoco, la infalible química distorsionada por la falible química: la mustruosidad bondadosa se convierte  en mostruosidad satánica), un Frankenstein reformado por una indefensión de atributos del terror, carne y célula de múltiples carnes y células.
El sexo para la oveja Dolly es, quizás, el origen del mal. Al contrario de los que reconcilian las posibilidades etéreas, el sexo, la existencia, la muerte son la perversa modulación de una herida científica. Nada de ello resuelve la complejidad escandalosa de experimentar ella misma la deconstrucción del itinerario de -lo que podría llamarse- su vida.
Algo va muy mal para que intentemos buscar detrás de nosotros lo que debe estar años más allá de nosotros. 


La fealdad como destino artístico

Fotograma de Holy Motors
¿La beldad se nos puede imponer como si fuese la más lógica lectura de nuestro instinto cultural? La belleza es lo sencillo, la fealdad es lo extraordinario, dice Sade en Los ciento veinte días de Sodoma.
Descubro que el poeta francés Charles Baudelaire tenía una amante horrible: Louchette. Bizca, y peor, prostituta judía y calva del Barrio Latino de París;  para rematar, contagió de sífilis al autor. Aún así escribe versos que la inmortalizan: Una noche en que estaba con una/ horrible Judía, como un cadáver/ tendido junto a otro, pensaba, al lado/ de aquel cuerpo vendido, en esta triste/ belleza de la cual mi deseo se priva.
Pero lo atractivo puede ser alucinatorio, una marca dramatúrgica, un espacio donde las fracciones del gusto y el deseo se columpien y debatan hasta el extremo de la abstracción. Cuando no nos importe que una categoría resulte ventajosa “por lo que se ve”, sino por el lugar “desde donde se ve”.
El filósofo Jean-Jacques Rousseau prepara a los infantes en su Emilio o De la educación para los desmanes que no pueden significar: Quiero que se habitúe a mirar nuevos seres, animales feos, repugnantes, extraños; pero poco a poco y a alguna distancia hasta que se acostumbre a ellos.
El niño debe custodiar la aprensión de su juicio. Prefiero entender que hay suficientes influencias “externas”, suficientes códigos bajo los cuales arrastramos la equívoca encarnación de un ideal ajeno. Hipias, Sócrates, Séneca, Platón, Umberto Eco, todos ellos contrapuntearon la marcada analogía de unas imágenes gobernadas por realidades difusas y, por ello, frágiles.
En el cine, más que en otras manifestaciones artísticas, resulta difícil torcer las cláusulas de los roles: los feos son casi siempre los “malos” de la película, y si no lo interpretan será porque funcionan en índices inferiores: las débiles víctimas salvadas de (otros) feos villanos, por los galantes y hermosos héroes.

Ernest Borgnine, Jean-Paul Belmondo, Arnold Schwarzenegger, Serge Gainsbourg con rostros “poco afortunados” encarnaron a valientes buenos, y entre las damas un nombre sobresale en la lista de tal donosura: Bette Davis.
Hay deliciosas excepciones, unas pocas, y no me refiero a poses surrealistas al estilo de Bella y bestia, o a los cómic de Marvel, sino a películas más soterradas o “sucias” como Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002) o varias del ríspido Léos Carax como Holy Motors (2012).
En esa última cinta el hombre solitario viaja por y hacia diferentes identidades. Un constreñido diálogo explica la expresividad de este inquietante filme: ¿La belleza? Dicen que está en el ojo. En el ojo del espectador. /¿Y si no hay espectadores?
Rimbaud sienta en sus rodillas a la beldad y se cansa de ella. Van Gogh pinta a una escuálida mujer llamada Sien Hoornik, pero crea una pintura raramente hermosa. Y Baudelaire va hacia un antro judío en busca de Louchette, en busca de una incansable admiración por lo bello, o por lo feo. En fin, las dos cosas vienen a ser lo mismo cuando el artista las convierte en arte.





 

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