El arte y
los perros
LAS CULPAS
DE LA PIEDAD
Es dulce oír cómo ladra el perro fiel que está de
guardia y nos da la bienvenida al acercarnos a nuestro hogar. No soy yo quien escribe eso. Es Byron. También Lord
Byron hacía epitafios para todos los perros que tuvo, apresado por el suplicio
de perderlos.
Quizás nos da dolor saber
que esos animales sufrieron, sufren, la vejación del arte. Un rutilante ser como
Matthew Hopkins en El libro de los
cazadores de brujas nos agrede con la imagen satanizada de ellos. La transformación de las brujas, cuadro
de Goya en el que las brujas se metamorfosean en repulsivos canes.
Ya en la cristiandad
occidental antigua, San Cristóbal aparece con la cabeza de lobo. Venía de esa
época la idea prohibitiva de los curas de poseer perros porque estos
constituían un mal ejemplo: copulaban en público (los perros, aclaro), hacían
ruido y trasmitían la rabia.
No muchos recuerdan la
fábula de William Robert Spencer. El sabueso fiel acuchillado por su amo. La
historia es triste. Me imagino el dolor del animal, porque no hay peor dolor,
creo yo, que el de ser fiel y que no crean o admitan esa fidelidad. El perro cuidaría
al hijo del príncipe mientras este iba de caza; al regresar encontró ensangrentada
la cama del pequeño, qué tenebrosa sacudida, ni rastro del niño, solo el can,
impasible y, para colmo, juguetón.
El soberano creyó adivinar
la escena cruel, la del perro destrozando a su hijo. Arremetió contra él a
puñaladas, y el quejido se confundió con el del niño que salía del escondite
donde el propio perro le había puesto luego de liberarlo de una ponzoñosa
bestia. El príncipe Lewellyn cubrió con honores la tumba de su mascota Gelert,
pero ya el daño estaba hecho. Y deshecho.
Algunos artistas y
escritores eternizan las imágenes quejumbrosas de perros. Dickens, Twist y
Walter Scott humanizan mejor que la mayoría. Y en los pintores sobresalen por
el tratamiento menos artificial y decorativo sir Joshua Reinolds, George
Stubbs, Paolo Caliari (El Veronés), Velázquez, Jean Bautista Oudry, Herbert
Dicksee, Edwin Landseer (su El perro del
basurero es una de las pinturas más vívidas, más desgarradores que han
visto estos ojos).
En el cine los héroes o
antihéroes caninos (Lassie, Rin-Tin-Tin, Cujo…) no aportan demasiado a mis
intereses. Casi me importan las piruetas nostálgicas de Scraps, el perro
utilizado por Chaplin para su egregia Vida
de Perros, el pequeño terrier de El
hombre delgado y Picadilly Circus.
Pero casi.
Alguien como Mortimer
Collins (de quien sospecho jamás se supo le rondaran ciertos desajustes
mentales) creía en que estos animales poseían semejanzas ineludibles con
nosotros. Mientras decidimos si creerle o no, leamos las palabras grabadas en
el sepulcro de una de sus queridos perros:
Allí yace él, en el mullido suelo bajo la hierba,/ Allí
donde los que lo aman a menudo pasan./ (…) Pero su alma ––¿dónde está su alma?/
Dios que es su creador, él bien lo sabe.
Frankenstein, la Oveja Dolly y el arte
de las células dormidas
La oveja Dolly acariciada por su creador,
el británico Ian Wilmut
|
¿Es
el acto de la clonación un arte que recupera aislamientos?
Recuerden
la experiencia de la oveja Dolly: extraer una pizca de célula y que esta
generara una vida después. El debate moral trasciende la epopeya científica. Si
clonáramos a Beethoven o a Mozart tendríamos el regreso de unos inevitables e
imprescindibles músicos orbitando para nosotros. Por los tiempos de los
tiempos.
Pero
si a alguien se le ocurre clonar, multiplicar las células de entes malignos al
estilo de Napoleón, Hitler y otros de su estirpe (en la novela Los niños del Brasil, de Ira Levin,
científicos de distintos lugares del mundo crean a partir de células extraídas
del supuesto cuerpo de Hitler, varias réplicas del diabólico político alemán).
El debate no corrige el rumbo, lo multiplica.
Prefiero
que la duplicación suceda dentro de una pomposa virtualidad: transfigurar la
momificación de lo femenino. Quiero
entender el asunto desde el musgo metafísico, explorar el compromiso de quien
ejecuta la clonación con un transcurrir biológico que incluya también a la
muerte. Comunicar en la misma frecuencia.
Intercambio
de ligaduras carnales, forzadas a reciprocar una dependencia original, como el
juego de roles interpretado hacia la distorsión del accidente darwiniano. Eugenesia
en la que Aldous Huxley (novelista de
ciencia ficción) prefiera genomas de un escenario más real que el de la ciencia
pública.
Por
supuesto, me interesa la idea de la “segunda oportunidad”. Pero la apuesta no
debe convertirse en la maniobra del clonador por encima del clonado. Más
atractiva, me parece, la exigencia modélica de Frankenstein (“armado” como un
ser bueno, pero el experimento traduce un fatal equívoco, la infalible química
distorsionada por la falible química: la mustruosidad bondadosa se convierte en mostruosidad satánica), un Frankenstein
reformado por una indefensión de atributos del terror, carne y célula de
múltiples carnes y células.
El
sexo para la oveja Dolly es, quizás, el origen del mal. Al contrario de los que
reconcilian las posibilidades etéreas, el sexo, la existencia, la muerte son la
perversa modulación de una herida científica. Nada de ello resuelve la
complejidad escandalosa de experimentar ella misma la deconstrucción del
itinerario de -lo que podría llamarse- su vida.
Algo
va muy mal para que intentemos buscar detrás de nosotros lo que debe estar años
más allá de nosotros.
La fealdad como destino artístico
Fotograma de Holy Motors |
¿La
beldad se nos puede imponer como si fuese la más lógica lectura de nuestro
instinto cultural? La belleza es lo sencillo, la fealdad es lo extraordinario,
dice Sade en Los ciento veinte días de
Sodoma.
Descubro
que el poeta francés Charles Baudelaire tenía una amante horrible: Louchette. Bizca,
y peor, prostituta judía y calva del Barrio Latino de París; para
rematar, contagió de sífilis al autor. Aún así escribe versos que la
inmortalizan: Una noche en que estaba con una/ horrible
Judía, como un cadáver/ tendido junto a otro, pensaba, al lado/ de aquel cuerpo
vendido, en esta triste/ belleza de la cual mi deseo se priva.
Pero
lo atractivo puede ser alucinatorio, una marca dramatúrgica, un espacio donde
las fracciones del gusto y el deseo se columpien y debatan hasta el extremo de
la abstracción. Cuando no nos importe que una categoría resulte ventajosa “por
lo que se ve”, sino por el lugar “desde donde se ve”.
El
filósofo Jean-Jacques Rousseau prepara a los infantes en su Emilio o De la educación para los
desmanes que no pueden significar: Quiero
que se habitúe a mirar nuevos seres, animales feos, repugnantes, extraños; pero
poco a poco y a alguna distancia hasta que se acostumbre a ellos.
El
niño debe custodiar la aprensión de su juicio. Prefiero entender que hay
suficientes influencias “externas”, suficientes códigos bajo los cuales
arrastramos la equívoca encarnación de un ideal ajeno. Hipias, Sócrates,
Séneca, Platón, Umberto Eco, todos ellos contrapuntearon la marcada analogía de
unas imágenes gobernadas por realidades difusas y, por ello, frágiles.
En
el cine, más que en otras manifestaciones artísticas, resulta difícil torcer
las cláusulas de los roles: los feos son casi siempre los “malos” de la
película, y si no lo interpretan será porque funcionan en índices inferiores:
las débiles víctimas salvadas de (otros) feos villanos, por los galantes y
hermosos héroes.
Ernest
Borgnine, Jean-Paul Belmondo, Arnold
Schwarzenegger, Serge Gainsbourg con
rostros “poco afortunados” encarnaron a valientes buenos, y entre las damas un
nombre sobresale en la lista de tal donosura: Bette Davis.
Hay
deliciosas excepciones, unas pocas, y no me refiero a poses surrealistas al
estilo de Bella y bestia, o a los cómic de Marvel, sino a
películas más soterradas o “sucias” como Ciudad
de Dios (Fernando Meirelles,
2002) o varias del ríspido Léos Carax
como Holy Motors (2012).
En
esa última cinta el hombre solitario viaja por y hacia diferentes identidades. Un
constreñido diálogo explica la expresividad de este inquietante filme: ¿La belleza? Dicen que está en el ojo. En el ojo del espectador. /¿Y si
no hay espectadores?
Rimbaud
sienta en sus rodillas a la beldad y se cansa de ella. Van Gogh pinta a una
escuálida mujer llamada Sien Hoornik, pero crea una pintura raramente hermosa.
Y Baudelaire va hacia un antro judío en busca de Louchette, en busca de una
incansable admiración por lo bello, o por lo feo. En fin, las dos cosas vienen
a ser lo mismo cuando el artista las convierte en arte.
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