Me
había extraviado. Decenas de veces anduve por allí, pero algo estaba diferente…
los colores de las casas o quizás Sandy
había tumbado los árboles, no sé. Lo único cierto es que estaba perdida y no
recordaba con seguridad el número telefónico del lugar hacia donde iba.
Alguien
me escuchó sugerir: “Necesito un teléfono.” Y no se dijo más, la señora abrió
su modestísimo hogar y llamé, o bueno, por los menos marqué unos dígitos que
resultaron ser los equivocados.
“Mijita
regresa con calma por donde viniste, y si por fin no encuentras la dirección, vuelve
acá que ya inventaremos”, afirmó ella. Su propuesta dio resultado. Ya calmada, desde
la casa de mi amiga, la llamé y agradecí su gesto.
Hace
un tiempo extravié mi agenda, especie de libro sagrado y sin la cual, puedo
competir con un zombie. Supuse que la había dejado en la caseta del teléfono
público (uno de los lugares donde más tiempo he perdido y ganado), volví
corriendo, pregunté a los que estaban cerca, los enamorados, los
cuentapropistas, los locos, ni el rastro. Ya me veía “monteando” cada guarismo,
cada correo anotados durante años.