El mismo
hombre que nos preguntaba por qué los cubanos contábamos casi siempre la
historia de nuestro país a partir de la llegada de los españoles a la Isla, obviando la huella aborigen, confesó a
todos pocos días después que sus hijos estaban absortos con las redes sociales.
“Casi no puedo hablar con ellos, llegan a casa y van directo para el ordenador”, dijo algo triste.
“Casi no puedo hablar con ellos, llegan a casa y van directo para el ordenador”, dijo algo triste.
Aquel docente
de la Universidad de Guayaquil, Ecuador, estaba algo
resentido con esos inventos ultramodernos; aún así, los más jóvenes del círculo
de comunicadores que por entonces coincidíamos en La Habana, se arriesgaron a darle lo que entendieron
como la solución ideal: hablar con sus párvulos a través de las redes sociales.
Sacar su perfil de Facebook y activar el chat cuando los viera conectados.
El “profe” sonrió,
agradeció el consejo y dijo que lo intentaría; pero sus ojos lo delataban: no
estaba del todo convencido, al parecer sentía añoranza del tiempo cuando
sentaba a sus pequeños en las piernas, les contaba historias y preguntaba cómo
le había ido en la escuela, así frente a frente, sintiendo sus olores, su
sudor, acariciándoles el pelo, sin una pantalla fría de por medio.