Nunca
había conocido a un homicida. Pensaba encontrar una mirada fría, unos gestos
toscos, una estampa malévola y segura de si. Pero no. Hallé un rostro triste,
unas pupilas mustias, un caminar suave, una pose desconfiada. ¿Cómo podía aquel
hombre que hasta inspiraba cierta ternura, ser culpable de la muerte de otro?
Nunca
había conocido a un homicida y el que estaba frente a mí parecía, contra
prejuiciada lógica, más un alma buena que una malvada. ¿Era posible eso? No esperaba
un “Hannibal Lecter”, pero sí algo de villanía, y en aquel cuerpo la oscuridad
no había pactado con la naturaleza de los sentimientos, solo con las culpas.
Luego
de mirarle a los ojos y asegurarle no declarar su identidad, hablamos. Él intentaba
rehacer su vida. Ahora era un prisionero domiciliario (en la cárcel por dos años
y medio, salido por buena conducta), consagrado al taller mecánico particular, inquieto por la
salud de su hijo diabético y preocupado por firmar puntualmente cada sábado en
la oficina del jefe del sector, su rutina hasta cumplir el lustro al que fue
condenado.