En una oración diezmada en vocablos, pero corpulenta de antipatía,
lo dejó claro “la seño”: aquella muchacha había robado el vaso. La acusada
lanzó un discurso instantáneo, procurando demostrar su inocencia. Entre las razones
una despuntaba: ella no era la única en la habitación, por qué inculparla, dónde
estaban las pruebas.
Lo que nadie sabía con seguridad, aunque lo imaginaban, es
que la mucama ya había tomado su decisión y nada ni nadie se la cambiaría. En
su cabeza no entraba la idea de que la joven femenina y bonita que dormía en la
cama contigua, fuera capaz de semejante hecho. ¡Ah! pero la otra sí, la que
andaba con ropas de corte y estilo masculinos, tenía la voz engolada y un
caminar poco agraciado para haber nacido mujer; le sobraban manillas en la mano
y para rematar, una cola de caballo recogía su pelo. Quién podía ser la culpable sino la homosexual.