miércoles, 13 de febrero de 2013

El milagro en barro


Febrero es solo un pretexto, un motivo para romper la rutina. Optemos por hacer del Día del Amor y la Amistad una temporada de 365 jornadas, como lo han asumido los protagonistas que presento
Rafael debía divorciarse, era un hecho. Solo cuando vio su casa desierta de cualquier rastro de compañía (ni la cuna, ni las fotos, ni los juguetes regados) entendió el golpe. No estaba arrepentido, sin embargo, eso no mitigaba el dolor. Su pequeña Lil, de 3 años, dormitaba en medio de tantas palabras sordas.  
A partir de entonces, aunque cumplía con sus obligaciones, se volvió básicamente un papá de fin de semana. Muchas veces ni eso podía hacer por su trabajo de comercial, al andar de viaje en viaje. Optó por aprovechar con su niña los chances libres. Las visitas continuadas a la familia materna confirmaron que no la atendían allí como necesitaba. Imposible quedarse con los brazos cruzados.  Luchó por la custodia y ganó la querella.
Ahora podría seguir de cerca el crecimiento físico y espiritual de su retoño, pero las responsabilidades laborales continuaban poniéndole zancadillas. El día del “hasta aquí” fue la “única vez que le he mentido a mi hija. Prometí recogerla en el Círculo a las 12:00 y a esa misma hora me mandaron de viaje, regresé a las 6:00 de la tarde y salí como loco a buscarla. Cuando llegué el CVP dijo que la tía se la había llevado para su casa. En mi desesperación ni me acordé que a las seños les dicen así y yo solo repetía: ¿Qué tía es esa?, nadie estaba autorizado a recogerla.”
Lil volvió sana y salva a los brazos de Rafael, pero ya nada sería igual. Un día después pidió, o mejor, exigió, la baja del trabajo; dejaría el puesto de 500.00 pesos y estimulación en divisa, decidido a limpiar pisos si era preciso por tal de no sacrificar a su pequeña de nuevo. Encontró con el tiempo una plaza de chofer y desde entonces son ellos dos contra el mundo.
Él anda con unos cuantos pesos de menos en el bolsillo, pero feliz de tener consigo a su “paquete intransferible”, como jocosamente llama a Lil. “De los hijos también hay que enamorarse”, afirma. Ella es hoy una adolescente bonita,  avispada y ha visto a papá a su lado en cada fiebre, en cada victoria.
Escribió José Martí, ese hombre de alma grande y torrente de pasiones, que la única ley de la autoridad viene en brazos del amor. Por esos universos van Rafael y Lil, también Idalmis y su pequeñuelo.
Hablamos de John. Es hermoso físicamente y mamá se preocupa porque la beldad también habite en su interior. De ojos verde claros, ademanes enérgicos y con 6 años en este mundo, bien puede acudir a una cumbre como representante de la casi marciana inteligencia de los niños del siglo XXI.
Cierta vez empezó a quejarse de dolores de cabeza y las primeras explicaciones médicas volaron sobre diagnósticos bastante alejados del que resultó ser. Una noche de tareas dijo: “No veo las letras pequeñas mami”. Y a Idalmis la tristeza le estalló dentro, pero no perdió ni un segundo. Luego de varias consultas en Las Tunas y en La Habana supo el padecimiento de su párvulo: era ambiople y estaba casi ciego del ojo derecho. No dejó que la noticia la marchitara, escogió la esperanza.
Tras innumerables pruebas le informaron que como el niño no llegaba a los 8 años, la edad en la cual el ser humano empieza a fijar de manera profunda la vista, probablemente con el uso por un tiempo de lentes rígidos de cristal y una disciplinada dosis de medicamentos, recuperaría el 99 por ciento de la visión.
Hace tres semanas iniciaron el proceso de adaptación al delicado redondel de vidrio. Desde el primer encuentro se necesitaba un psicólogo acompañando cada paso y el especialista no estaba. La doctora solo tuvo que sugerirlo una vez: “Mamá, si él te ve haciendo lo mismo, vencerá rápido las etapas y se sentirá apoyado.”
Idalmis sabe que no podrá evitarle todos los sufrimientos de la existencia a su infante, pero mientras sea pequeño y esté en sus manos aliviarle el peso de la vida, lo hará. Por eso todos los días anda con un lente blando poniéndoselo frente a la doctora, junto a John, aprendiendo a quitárselo, lavarlo y guardarlo. Cuentan que ella ha sido más cobarde que él, ya el niño es un verdadero campeón y va muy avanzado en el tratamiento. Idalmis siempre termina con los ojos llorosos por aquel cuerpo extraño sobre su pupila, pero nunca antes había limpiado con tanto gusto una lágrima suya.
HASTA QUE EL PENSAMIENTO NOS SEPARE
En el lecho de muerte el padre de Jorge le entregó una foto algo descolorida por el paso del tiempo. Aunque le costó, pudo reconocer a la muchacha que con tez oscura y ojos alegres los miraba desde la imagen. En menos de nada viajó a su niñez y vio pasar a papá de manos de aquella joven, que no era su madre, pero lo trataba con cariño.  “Entrégale esto a Sara, esa es mi voluntad.”
Pasados los meses, los años, aún Jorge no había podido cumplir el pedido. ¿Cómo encontrar a la dama? Ya no vivía en el pueblo, dicen que andaba por La Habana. Una tarde cualquiera, mientras reía con un conocido de la infancia, le dio por preguntar y así, increíblemente, supo cómo localizarla.
Hizo la llamada, una voz madura le respondió y cuando expuso su interés, el asombro inundó el otro lado de la línea. Tantos años después, ¿cómo pudo tenerla tan presente? A Sara se le cumplía el sueño oculto de media humanidad: el amor eterno; descansar, florecer en la mente de alguien por los siglos de los siglos.
Solo un viaje a la capital separaba a Jorge del epílogo de su promesa. Allá fue un día de estos. La mozuela de la fotografía, ya no tan lozana, pero aún elegante,  le abrió la puerta y el parecido con su padre la emocionó sobremanera. Todas las palabras fueron dichas. Ella tampoco había olvidado esa gran pasión, la llevaba como guirnalda entre lo más íntimo, lo más querido. Ninguna de sus hijas sabía la historia. Las dos habían nacido años después, cuando su madre se casó y puso muchos kilómetros de por medio frente a su pasado.
Sara les contó y agradeció a Jorge la inesperada alegría. Algo así nunca pidió a ningún santo, pero sentía merecer la experiencia, porque también había amado profundamente a aquel hombre.
Conoció esa dama la melodía que engendra el más universal de los sentimientos, al convertir el milagro en barro. Dania también la sintió, la siente. Desde hace años edifica en tales reinos su único asidero para seguir.
Cuando le dijeron que su esposo, de misión internacionalista al otro lado del mundo, estaba muy grave, ella empezó a morir también. Reportes fríos y casi indescifrables llegaban diariamente, solo los médicos entendían y en la traducción se demoró en aparecer un vocablo: mejora.  
Médicos cubanos (tuneros por demás), también colaboradores, luchaban por Juan Carlos, que no daba señal alguna de guerrear por la vida. Decidieron entonces proponer el traslado hasta allá de algún familiar para inspirarlo. Dania solo una vez había montado en avión, ahora debía tomar tres que la llevarían a igual número de países; ubicarse sola en aeropuertos inmensos, esperar entre los vuelos sin saber si su marido aún vivía y ser fuerte, casi de metal,  para que cuando llegara a su lado, no se permitiera el lujo de las lágrimas.
Arribó a su destino después de una cruzada novelesca que incluyó mirar la niebla matutina de Francia (como si el paisaje hubiera descifrado su ánimo), comprobar la amabilidad gala, encontrarse a un cubano en medio del aeropuerto Charles de Gaulle y ver en Sudáfrica, entre miles de pancartas en diferentes idiomas, un cartel con su nombre cargado por el personal de la embajada cubana.  Logró ser la mujer que es, la que se necesitaba, la valiente, la estoica.
Para una esposa así, no valen los imposibles, y más si los doctores vencieron los a veces álgidos lindes de la ciencia y decidieron apoyarla como hermanos. Por eso trajo vivo a su hombre para Cuba. A él le quedaron secuelas del infarto cerebral, ya no es el mismo, no puede serlo, pero lo concerniente a Cupido quedó  fuera de todo daño.
El cariño de ella está intacto, ahí desanda luminosa la explicación de los cuidados diarios. Y él sigue diciendo que nunca se equivocó cuando en aquel baile de 15, décadas atrás, vio a una joven de cabello largo, cuerpo esbelto y le dijo: “Usted esta noche solo puede bailar conmigo”. No importó que para estar presentable tuviera que cambiarse de camisa unas 10 veces. Era necesario. Al final “aquel cake de 100 pisos”, terminó siendo la mujer de su vida.
   
Historias de diálogos cotidianos. Llegaron a mí con la misma naturalidad con que fueron realizadas. Los protagonistas no reconocen la dosis de heroísmo de sus gestos, pues si en algún momento buscaron algo, fue simplemente (porque además se atreven a decir simplemente), ponerle alas a la caricia que los inspiró: el amor.    

Autores tuneros: De miradas, lluvia y romance

XXIII  (Traigo tu lluvia)
 Mi corazón es un árbol
con los frutos al gotear
en tu agua y en tu viento.
Mi cuerpo es un monte
galopando
hacia los caminos de tu pecho.
Mi vida se asoma
a la ventana
y encuentro tus ojos
en el fondo de mis ríos.

Martha Pérez Leyva

Tu Mirada
¿Tu mirada? Tu mirada
es el más perfecto modo
de decirlo todo, todo
aunque no hayas dicho nada
¿Qué magia tienes guardada,
qué poder bello y profundo?
Tu mirada de un segundo
me siembra un año de antojos
y cuando cierras tus ojos
se queda sin luz el mundo.

Renael González

Retablo de la amada
(Desnuda     es decir     despierta
como un pez)
                Éramos dos
pero Uno nos hizo Dios
Ninguna romanza o puerta
es por soñada más cierta
que tu espartillo
          Ven      suda
un ciervo para que acuda
-argamasa y luz-     la suerte
(Mujer      mezcla de aguafuerte
Despierta     es decir    desnuda)

Alberto Garrido

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