Esta historia la he hecho muchas veces, pero dejando muy pocos
crédulos a su paso, a lo mejor, tengo suerte con usted. Mi hermano y yo nos
llevamos cuatro años de diferencia, y vivimos algo poco común. El ser que nos
trajo al mundo fue nuestra profesora de Química en octavo y noveno grados, sin
que ella violentara ciclo lectivo alguno para exprimirle al destino tal encuentro.
De esa experiencia tenemos muchas anécdotas, pero ninguna tan
reiterada como aquella en la que, días previos a un examen de la asignatura, los
compañeros de aula nos preguntaban por el contenido de la prueba. “Oye, tú
debes saber, ¿me vas a decir que la “profe” no te ha soplado nada, a ti, a su
hijo?”, balbuceaban sin sospechar ni remotamente, cuál era el “sonsito” que se
bailaba en nuestra casa, uno bien alejado de tamañas confabulaciones.
Le cuento que incluso, en la cercana época en que los maestros se
agenciaban la manera de imprimir algunas pruebas, mi papá, también pedagogo,
ayudó en ocasiones a tirar en un mimeógrafo de su trabajo los cuestionarios a los
cuales se enfrentarían sus párvulos. Y las valiosas hojas llegaron a estar a escasos
metros de nosotros, y pobre del que anduviera cerca o rondando a mamá al encontrarse
ella corrigiendo algún error de la impresión.