martes, 3 de diciembre de 2013

Malas palabras, ¡caca!


Nunca definí exactamente cuándo me independicé de las más belicosas de ellas, y encontré otras formas de desahogarme y ofender, porque claro, también he tenido que hacer ambas cosas, ser humano al fin, y hasta recurrir a algún improperio.

En la literatura supe que no existían como tal, todo dependía del contexto, por eso leí sin ruborizarme las novelas de Guillermo Vidal, ese grande siempre dado a mirar con lupa las voces de la cotidianidad; y quien fuera de sus textos, según me han narrado, no acostumbraba a usar ese universo lingüístico.
Mi “ignorancia” motivó a un amigo del preuniversitario, que no entendía cómo se podía cancelar el uso de un saber considerado por él “imprescindible” para la vida, a proponerse, en broma, documentarme al respecto. Empezó por una serie de repeticiones de dichos vocablos, iban de menor a mayor complejidad, y por supuesto, usted entiende: no hablo de gramática.